miércoles, 6 de marzo de 2019
LA CONCIENCIA DE LOS ÁRBOLES
En una península
imaginaria, un sabio loco descubrió que los árboles también podían tener
conciencia si desde pequeños nos
aleccionamos en la disciplina de la bondad.
Sucedió un día, en su jardín, cuando
se disponía a talar un viejo olivo que había plantado el padre de su padre de
su padre... y con el que creció desde niño. Muchos años habían compartido los
dos; y muchas experiencias: escaladas, conversaciones, lecturas, sombras,
abrazos, podas y otros mimos. El Sabio Loco aún no había llegado a comprender
lo que más tarde sería para él una revelación insólita.
Antes de ejecutar su idea, se quedó
un instante contemplando al Viejo Olivo; en la mano el hacha. En un momento
recordó aquellas cosas descritas que fueron parte importante de su vida;
recuerdos de infancia que le acercaban a una desusada sensación de libertad y
conocimiento, que yacían en la base de sus emociones y ánimos. Y fue entonces
que el árbol le dijo:
-¿Acaso estamos en guerra?... ¿Desde
cuándo, hermano, me consideras tu enemigo... si yo nada te hice?-
El Sabio Loco miraba atentamente al
olivo y seguía escuchando sin oír pero entendiendo aquella voz arraigada a
algo.
-Yo, que no ocupo más que unos
palmos de tierra, tengo que morir para que tú vivas más cómodamente. ¿Cuántos
de nosotros tendremos que asumir esta mentira para que ustedes sean
felices?...-
De pronto, el suelo empezó a
temblar; y sin misterio alguno... el Viejo Olivo desenterró lentamente sus
raíces, se agitó en el aire para desperezarse de la quietud y la rigidez, y se
fue caminando por la entrada principal, muy discreto, ante el asombro
indescriptible del Sabio Loco, que fue poco después tras él sin saber lo que
decirle.
El Sabio Loco, después de asistir al
despertar de la movilidad del Viejo Olivo, se sentía muy triste... Aparte de
que caviló que esta actividad antes imposible podría ser el mayor
descubrimiento científico y social de los últimos tiempos. Un árbol que camina
y que es capaz de comunicarse. Si alguien llegaba a contemplar esta quimera sin
duda trataría de sintetizarla como propia, y analizarían y estudiarían y
diseccionarían al olivo persiguiendo las causas y orígenes de su comportamiento
extraño.
Así pues, el Sabio Loco, que ya se
arrepentía y sufría por haber decidido talar a su amigo, que tenía el corazón
lleno de dudas y de afectos, hizo un cálculo de su error y aprendió súbitamente
de las conclusiones: no entender exactamente la razón de sus actos: porque sí,
por espacio, por indiferencia, por hastío... ¡Qué absurda es siempre la
verdad!... Y qué sencilla sin embargo. Por ello salió en su busca y se
sorprendió mucho al ver que el olivo era a cada segundo más ágil y más honesto.
Tuvo que correr tras él por toda la calle. Sus raíces sinuosas le llevaban con
rapidez por el asfalto como si estas fueran un ovillo retorcido de serpientes
de madera. Cuando casi lo había alcanzado, le gritó:
-Escucha, por favor, escucha...-
El Viejo Olivo entonces se detuvo,
se volvió hacia el Sabio Loco y, sin proferir una sola palabra, se puso otra
vez en marcha. Nadie podría creer que aquello que brotaba en medio de su tronco
eran lágrimas; pero a pesar de todo lo eran. Lágrimas confusas.
Al advertir este rastro de desencanto firme, el Sabio Loco se acercó aún
más, agarró suavemente una de sus ramas y, algo más tranquilo, le dijo al
árbol:
-Por favor, perdóname. No llores. No es la primera vez que te veo llorar.
Soy un necio. Lo había olvidado. Lo siento.-
El árbol, ante estas palabras útiles, cesó su huída y permaneció en pie,
escuchando las primeras hipótesis del Sabio Loco que, con los ojos desnudos,
vencidos y contentos por haber logrado su atención, se encontraba frente a él,
jadeando y reteniendo el compás de su sangre, revolucionado por los
acontecimientos recientes y la espiral misteriosa que comenzaba a fraguarse en
sus recuerdos y que acudía llamando a las puertas externas de su mente.
-Regresa conmigo a casa.- Le aconsejó. -Nadie puede descubrirte. ¿Lo
comprendes?... Tengo que contarte algo, algo muy importante...-
El Viejo Olivo, enfrentado a sus impulsos de amargura y a la
contradictoria realidad que se abría ante él, decidió seguir con todo el
consejo del Sabio Loco, y así, juntos, retornaron al jardín de su casa.
Eran dos siluetas de una misma figura nacida de la sensatez.
Algo más calmado, el Viejo Olivo se
dejó trasegar hacia las explicaciones. En la mirada del Sabio Loco se extendía
un área de remordimientos sin tregua que apuntaban al ayer. El jardín, un
pequeño rectángulo de hierba horadado en su eje por la intervención y actividad
del olivo, brillaba bajo el sometimiento de los colores. Varias macetas se
distribuían azarosamente por los rincones, con plantas remotas, con nombres de
mujer y de esperanza, y un muro de ladrillo encofrado que lo recortaba de un
resto de superficies lindantes tan lejanas como la altura de las distintas
disociaciones de la propiedad.
-Perdón, perdón...- Afirmó el Sabio
Loco en un arranque de coraje. -No puedo justificarme pero perdón.-
El Viejo Olivo, aguantando este
atisbo de excusa natural, consintió que se desahogara sin interrumpirle, aunque
sin postergar la imagen no tan distante del filo del hacha en su mano.
-No puedo justificarme pero perdón.
Lo que te tengo que decir pasó hace muchos años, muchos. No sé si te acuerdas.
Yo era un canijo que acababa de empezar la escuela. Fue esa noche en que una
tormenta se asomó desde el extremo sur de las montañas y avanzó lentamente
hacia la ciudad. La vi y tuve miedo. Se escondía detrás de las piedras de los
riscos y supe que venía con malas intenciones. Desde la ventana de mi cuarto la
vigilé durante horas. Se deslizó por una ladera hasta tocar los primeros
cerros. Después cruzó la llanura y levantando polvo y vapor se situó encima del
barrio y de la casa. Nada parecía suceder. A mí me temblaban las piernas y los
brazos, pero la curiosidad era más grande. Allí estabas tú, en mitad del
jardín. Te iluminaba la bombilla del patio y el viento zarandeaba tus ramas.
Era como si bailaras al son de las nubes, hechizado como yo por la
majestuosidad y la inmensidad de su espacio.
De pronto se partió el aire y la culebra de luz se enroscó en tu tronco y
lo hizo arder hasta quebrarlo. Sí, ¡te cayó un rayo!... Luego el trueno
contiguo borró todo rastro de realidad y la penumbra se fue restaurando para
ocultar lo sucedido.
Yo, bajé corriendo por las escaleras
y, al traspasar la puerta del jardín, ya te estaba echando un cubo de agua el
abuelo. Tiraba maldiciones al cielo porque la tormenta se alejaba sin haber
arrojado ni una sola gota de lluvia, sonriendo con malicia, perdiendo fuerza.
El abuelo te abrazó. El rayo te
había herido de muerte. No sé precisarte porqué; pero te oí llorar. Al
principio lo confundí con mi propio llanto. Si embargo acabé por distinguirlo.
El mío decía se va a morir... Y el tuyo me estoy muriendo...
Le pregunté a mi padre qué iba a
suceder contigo, y me respondió que no me preocupara, que el abuelo y él harían
todo lo posible. Te vendaron el tronco con unas amarras de goma y te rociaron
agua con una manguera. Cuando mi madre me arrastró de nuevo a la cama, removían
la tierra con sus manos y esparcían simientes optimistas alrededor tuyo. Tú
seguías llorando. La herida debía ser muy profunda. Ya cerca del amanecer el
abuelo y mi padre marcharon a dormir. Mi madre me dejó pensando que había caído
en el sueño, pero simplemente fingía. Estuve escuchando tus lamentos toda la
noche, con los ojos cerrados. En silencio volví a bajar las escaleras y salí al
jardín para consolarte. Aún olía tu cuerpo a quemado. Había cientos de astillas
por el suelo. Me acerqué a ti y con los dedos curiosos palpé tu cicatriz
reciente. Sé que no tiene demasiado sentido, aunque sí... Pero recuerdo
perfectamente que te dije: No te mueras, por favor... No quiero que te
mueras. En ese preciso momento me hablaste, me hablaste a mí. Tu voz sonó
dentro de mi cabeza; se ajustó a la frecuencia de mi fantasía o mi intuición; y
susurraba: Súbete a mis ramas. Ven conmigo. Tengo miedo de quedarme solo.
Y yo subí, cómo no... Con ayuda de un triciclo y gracias a que tus ramas
me sujetaron por los pies. Allí me encontró bien entrada la mañana el abuelo
mientras desayunaba pan mojado en leche. Desplegó sus brazos, me alcanzó y me
acompañó a la cama. Me aseguró que sobrevivirías con un poco de suerte pero que
debías descansar. Le hice caso, y me dormí estimando que los árboles podían
hablar.
Nunca hasta el día de hoy había
vuelto a escuchar tu voz. Alguna vez después creí escucharla; pero no como
aquella noche, no como hoy. Lo había olvidado todo; a pesar de los años
compartidos. Lo había olvidado... Me olvidé de que nos hicimos amigos. Me
olvidé de que te quería. Olvidé que tenías, como yo, una conciencia de las
cosas; casi de que existes. Olvidé que eres mi hermano. Y por ello te pido
perdón.-
El Viejo Olivo, con la luz entre las
hojas dibujando burbujas verdes como insomnios de flores o minúsculas
primaveras, entornó sus ramas rodeando al Sabio Loco. En el aire platicaron
antiguas ciencias cercanas a la magia. Allí había un baile de astros y de
siglos, de energía inconsumible hacia un futuro mejor. Lo abrazó y, sin
permitir forjar silencios ni responsabilidades, le dijo con sinceridad:
-Las mayores grandezas de un corazón
bueno son admitir un error imperdonable y querer positivamente lo perdido. Tus
palabras son humildes, sentimientos de un niño... Te perdono. Claro que sí.-
En mitad del abrazo se acentuó la
coalición de la sangre y las savias. Insurrectas preguntas surgieron;
metamorfosis de ideales hubo. Mutación simbiótica de sentimientos y
perspectivas. El árbol separó al Sabio Loco de sí para mirarlo fijamente a la
cara; y sonrieron. Fue así como hicieron las paces, mientras las hormigas y
demás insectos diminutos empezaban a renovar y ampliar sus mapas de fronteras
dada la nueva situación del territorio del jardín y los cambios existenciales
acaecidos en su seno.
Después de todo y del tiempo, el
Viejo Olivo halló una fórmula para bien existir y para conceder un sentido
inédito a dicha existencia. En los noticiarios anunciaban en indulgentes y
falsificadas imágenes, injusticias que padecían los suyos. Desde la puerta del
jardín asistía al espectáculo del televisor atónito por tanto desastre natural
y tanta indiferencia. La península imaginaria se desvanecía en el frío de este
espectáculo humano. Aquí y allá proliferaban incendios intencionados que arrasaban
miles de hectáreas de monte, complejos urbanísticos que mordían la naturaleza
como un monstruo de progreso, incoherencias que restaban árbol tras árbol, copa
tras copa, de la suma del paisaje a un olvido prescindible de espacios abiertos
y negocios con lucro ansioso.
-Ahora que por un azar o qué sé yo
he logrado ser consciente de lo que soy- Le decía a veces al Sabio Loco. -y de
lo que pasa, no puedo echar raíces en mi propia historia. Debo ayudar a
despertar a los míos.-
-Tiene que haber una razón para todo
esto. Lo que nos ha ocurrido es impensable. No te aflijas. Pronto sabremos
hacia donde ir- Respondía el sabio.
-Hacia las catástrofes- Agregaba
entonces el árbol.
-No seas insensato...- Le pacificaba
el Sabio Loco- Antes debemos ir a ver a La Gitana.-
¿Quién sería aquella gitana?...
Se preguntaba el Viejo Olivo. En varias ocasiones la había mencionado su amigo
con un gesto incongruente en la cara; una mueca incierta que no dejaba pasar
lucidez ni suposición. Sin duda se debían conocer; y por ello se delataba dolor
o vergüenza. En verdad pinceladas imaginativas que no conducían a nada. Sin
embargo era la única sensación de camino que experimentaba el árbol, su primera
sensación de camino; y esta sensación le gustaba.
En aquellos días se fueron
averiguando y deshojando el uno al otro. El olivo conservaba un apego legítimo
hacia la tierra del jardín. A veces permitía que sus raíces se introdujeran de
nuevo en sus entrañas... mientras el Sabio Loco le contaba ciertas anécdotas
sobre su vida. Por las tardes solía apoyarse en su tronco en tanto el Viejo
Olivo estiraba sus brazos hacia el sol. También le leía cuentos y columnas de
periódicos. Juntos contemplaban el atardecer y se reían de las formas de las
nubes.
Luego, en las noches, tras asegurar el perímetro de riesgo, salían a
pasear por un campo cercano. Bajo las estrellas y el manto confuso de oscuridad
iban como dos sombras desiguales. El Viejo Olivo se balanceaba y avanzaba
alegre por el camino. Rozaba con sus ramas a sus hermanos mayores y menores.
Estos parecían contestar en su inconsciencia con caricias reflejas que él
agradecía a cada paso. El Sabio Loco presenciaba lleno de fascinación estos
procesos. Había mucha humanidad perdida en el comportamiento de aquel árbol.
Caminaban así durante horas, sin
rumbo fijo, persiguiendo a la luna o a los murciélagos ciegos que se
arremolinaban alrededor del Viejo Olivo algo exaltados al descubrir en sus
radares que aquello que se movía era ciertamente un árbol.
Una de esas noches, precisamente en
esa en la que casi se olvidaron de regresar a casa, el Sabio Loco abrió la
puerta a una posibilidad que llamaba con nudillos nerviosos.
-Mañana, en cuanto se ponga el sol,
marcharemos a la chabola de La Gitana. Se encuentra a unos kilómetros de aquí.
Deberemos darnos prisa para volver antes de que amanezca. No sería bueno que
nadie nos descubriera.-
El Viejo Olivo no desaprovechó la
oportunidad.
-Es evidente que te resistes a
hablarme de ella por algo.- Dijo con sumo cuidado.
-¿Qué?- Contestó el Sabio Loco.
Como pillado en un renuncio sutil,
admitió con la mirada el juego involuntario, e inmediatamente sintió un orgullo
impropio, al detalle, antes de visionar el cariño. Un cariño que gobernaba
desde la ausencia el imperio de su identidad.
-Tienes razón.- Convino. -Cuando
hablo de ella tejo misterios en vez de realidades. La conozco hace mucho
tiempo. No sé qué decirte. Una vez estuve enamorado de ella; pero ese amor me
trajo una gran desgracia. Nada de culpa tuvo. Aunque lo que ocurrió...-
El olivo percibió que era instante
de otorgar un descanso a lo pasado. Allí arriba, en el cielo nocturno lucía
Casiopea, la W inclinada.
Abajo el presente...
-No te preocupes.- Le dijo al Sabio
Loco. -No es desconfianza. Algo dentro de mí me dice que es el acceso correcto,
el itinerario a seguir. ¿Pero querrá ayudarnos?-
El Sabio Loco aguardó sólo un momento para responder.
-No tengo dudas- Dijo. -La conozco.-
Pronto el amanecer se les vino
encima. El olivo no volvió a sacar el tema, pero el Sabio Loco daba la impresión
de hallarse en un mundo de recuerdos enmarañados, cargados de luz y tinieblas.
Encerraba un dolor no superado; una pelota de ideas y emociones que rodaba sin
control por su memoria.
Llegaron poco después de que
clareara, exhaustos, como dos niños que acaban de obrar un plan para hacer picias.
Se durmieron hasta que el día se convirtió en tarde, el Sabio Loco a los pies
del Viejo Olivo, y éste, recostado contra la pared externa del salón, con la
mitad de sus raíces descansando bajo tierra; el primero todavía nervioso; el
segundo tan tranquilo.
V
Por ahí,
más o menos a la altura de un desaliento, entre camuflajes estruendosos como
son una autopista sin terminar y un campo de tiro, se encontraba la chabola de
La Gitana. Emergía entre calamidades que pretendían ser artefactos. Estaba
hecha de óxidos y placas de metal, de maderas y plásticos indefinibles; de todo
y de nada. Una chimenea chica esbozaba en el aire un delgado hilo de humo, y de
puerta ejercía un somier reforzado con varias tablas. A pesar de estas
coordenadas de pobreza, una ventana echaba luz a la senda oscura. Esa ventana
soñaba con ser ella misma en otro universo distinto, y el sueño era aquella
maceta verde con sus dos claveles pálidos.
Las sombras mellaban la utilidad de los objetos, su significado aparente.
No había luna por allí. El Viejo Olivo se fijó que un trazo negro cubría aquel
entorno justo por donde debía prolongarse la carretera. Aun así no dejó de
percibir la energía ingente que manaba del fondo de aquellas miserias. Ya más cerca,
cuando pudo ver con claridad que el tejado era un nido de uralitas y gorriones
dormidos, y también aquella campana de bronce, desmesurada, soportada por unos
alambres finísimos, se volvió hacia el Sabio Loco, entendió que él ya conocía
aquel cuadro del presente porque su cara así se lo transmitía, y fue entonces
que se abrió la puerta y se asomó una silueta descalza.
-Ya decía yo que era mu raro haber diquelao un búho antes del anochecer- Dijo de repente.
-Anda, pasar... ¡Bienvenidos a mi casa!-
Se hallaba allí, plantada como una incógnita, vieja y a la vez joven, con
los brazos en jarra y unos ojos más vivos que otra cosa, color oliva, el
cabello recogido en una larga coleta a la espalda, ni seria ni alegre,
invitándoles a entrar, meneando sus ropas sucias y unos pendientes de oro que
perfilaban círculos intermitentes en sus orejas, La Gitana, arremangada y
fresca en el quicio de su reino de fatigas... sujetando elegante su contorno
con alfileres de plata.
El Sabio Loco niveló su porte con su malestar y expresó un formulario
tópico y convencional. Estrictamente dijo:
-Hemos venido a pedirte ayuda.-
La Gitana ni siquiera le miró a la cara. Manifestó su simpatía primero al
Viejo Olivo, que estaba algo azorado por el carácter de aquella mujer
desamparada que parecía estar esperándolos de alguna forma. Y le aconsejó:
-Agáchate o te devorarás las ramas.-
Luego, dirigiéndose al Sabio Loco, prosiguió -Y tú, chalao, si
traes a mi hogar tus temores, por lo menos najera tu estampa... Y sé un
tío. Ya sé que habéis venido a pedirme ayuda. Soy adivina... Busnó.-
Y a la sazón les echó encima palabras extrañas mientras movía los brazos
y los dedos, palabras que hilvanaban ángulos en la noche y estallaban en
suspiros y cadencias, palabras en caló, el añejo dialecto de los viajes y los
éxodos perpetuos, de los jaleos existenciales, de los sueños sencillos...
La estancia, una envoltura pobre y
opaca, sometida a un encanto sutil por la mano misteriosa de la noche, se
transformaba inmediatamente en una acogedora morada henchida de riquezas y
colores. En esa marabunta indecible y brillante, convivían piedras preciosas y
baratijas, volúmenes de viejos libros y revistas de actualidad, cojines de
exuberantes telas teñidas y ladrillos en torre. Una nimia mesa colocada delante
de un fregadero improvisado, varias sillas de mimbre y un baúl mohoso sobre el
que descansaba una lámpara de cristal con forma de estrella... Estos eran los
únicos muebles. Las paredes estaban forradas de todo tipo de papeles: titulares
de periódico, fotografías de toreros y artistas, recortes de anuncios, postales
de países exóticos, un mapamundi entre ofertas de hipermercado. Por todas
partes asomaban plumas de pájaros y amuletos. Un par de barajas del tarot
yacían revueltas sobre el colchón desnudo. Y al fondo, escondida en un cubículo
semejante a una olla, la candela. La luz se resumía en el halo proyectado por
decenas de velas distribuidas por rincones y recovecos, y el foco de ese
candelabro colgado del techo y que declinaba justo en el cuadrado de la
ventana, delante de las cortinas nebulosas.
La Gitana recogió varios tarros del
suelo, por respeto a la visita, aunque evitando ordenar de ningún modo aquel
caos. Luego compuso las barajas y ofreció al Viejo Olivo la extensión de su
lecho para que se echase sobre él, ya que éste permanecía parado en la entrada.
El Sabio Loco ya se había deslizado al interior con decisión. Se sentó en una
de las sillas de mimbre y esperó a que la teatralización de las buenas
costumbres tocara a su fin. En el fondo le encantaban esas interacciones
respetuosas en la gente, pero se encontraba inquieto y esquivo. Aquel
rencuentro le hacía revivir un dolor semienterrado, despertaba archivos chungos
en su cerebro. Un vaivén de esperanzas rotas... El acceso a la soledad... Y la
muerte... A continuación, la muerte.
El Viejo Olivo se tumbó, fascinado y
mudo sin contrariar el fluir de los acontecimientos. Por no contar con palabras
desplegó el sentido del tacto y se ocupó con ramas, hojas y raíces de percibir
aquel universo increíble en el que se hallaba. La Gitana era toda amabilidades.
Deambuló contenta por la exigua habitación. Preparó té, igualmente unos cubos
de agua para que el árbol apaciguara su sed. Después se colocó con las piernas
cruzadas encima de unos cojines. Pero enseguida surgió otro trazo en su rostro;
y en ese presente adecuado La Gitana cedió al filo de su curiosidad con un
pespunte de sus agüeros.
- Bien Bien... Algo buscan estos dos
caminantes extraños- Dijo. -¿Buscáis respuestas verdad?...-
-Cavilé que tú podrías ayudarnos a
saber lo que ha ocurrido- Dijo para aliviarse el Sabio Loco.
El Viejo Olivo reflexionó. En verdad
aquella gitana le provocaba una dulce contracción en el ánimo. La veía y la
escuchaba e intuía su poder; un poder diferente al que ahora se dignifica en el
mundo, un poder humilde, sencillo, desclasificado en la carrera de la historia,
perseguido por otros poderes hasta casi extinguirlo. El poder de tener la mente
abierta, de contar las cosas claras, de asumir el óbice del tiempo, de empezar
por lo más trascendente y seguir... Y la tentación constante de cerrar las
posturas y no... Y entonces dijo:
-Yo quisiera hacerte una pregunta,
si no te importa...-
La Gitana le contempló sin
sorprenderse. Aquel árbol estaba incómodo, arrugado en una mínima pieza, tan
fuera de su anterior existencia y por un palmo tan adentro de la reciente.
-Naide ná- Aseguró La Gitana.
-Pregunta lo que desees.-
El Viejo Olivo no dudó ni un
instante lo que iba a exponer.
-¿No te turba que un árbol aparezca
en tu casa y que te hable como una persona?-
-Quizá eres tú el que está aturdido-
Respondió La Gitana. -Debes entender que pertenezco a una raza remota de
hombres y mujeres que vagaron desde las regiones mágicas del oriente
persiguiendo la travesía del sol. Mi familia ha conservado las vetustas
historias que invocaban un orden distinto en la realidad del mundo, cuando la
ley de la naturaleza sugería un apacible concilio entre sus seres vegetales y
animales. Recuerdo que los más viejos narraban que en lo antiguo, antes de que
nuestra especie se asentara en aldeas y ciudades, árboles y seres humanos
compartían las rutas. He oído muchas leyendas sobre árboles que caminan y se
expresan. Y no es la primera vez que converso con uno de vosotros. Existe otro
árbol en esta península con capacidad para hablar, aunque él no ha despertado
como tú ante el sufrimiento propio y ajeno y se mantiene inmóvil. Todo tiene su
sentido. Una vez hubo árboles que caminaban y que se durmieron por los ardides
de los seres humanos y sus circunstancias. Contigo, al parecer, ha comenzado un
proceso de involución. Es evidente que si estás aquí es porque tienes
conciencia. Por ello tendréis que marchar hasta los dominios del Gran Roble.
Solamente él puede indicaros la razón de vuestro vínculo y de la jugada que
juntos iniciasteis.
- Si es verdad que existe ese Gran
Roble, indícanos dónde encontrarle.- Señaló convencido el Sabio Loco.
-Mucho dolor hay en tus avisos-
Apuntó La Gitana. -Y lo entiendo. Ya te expliqué una vez que los presagios no son
certezas y que el destino es un cauce prefijado del que cualquiera puede
evadirse. Yo no quise hacerte daño; pero cuando se elige pisar el aire de lo
impalpable nadie puede imaginar la profundidad del abismo. Tú y yo hemos de
resolver nuestros asuntos porque lo desees o no habré de acompañaros en vuestro
viaje. Así me lo dice el viento que hasta aquí os ha traído.
El Viejo Olivo, descifrando que la conversación se dirigía hacia aquel
suceso perfilado alguna vez por el Sabio Loco, decidió intervenir como
mediador. Por ello, estirando varias ramas dentro del escaso espacio allegó los
cuerpos del Sabio Loco y La Gitana, empujándolos por la espalda hasta que
quedaron frente a frente.
-Si continuáis echando esclarecimientos sobre lo que pasó entre vosotros,-
Les dijo a ambos -que ignoro y no puedo ni imaginar, nunca conseguiréis tirar
de verdad hacia delante y seguir con vuestras ubicuidades. Este tipo de
mentiras las asimilé tras observar atentamente las nubes del cielo. Las
relaciones son complejas ¿no?... Pero tanta complejidad resulta simple.-
A La Gitana se le abrieron mucho los ojos y se echó a reír. El Sabio Loco
al principio se enojó, pero después cayó en un pequeño detalle de la afirmación
del Viejo Olivo: su ignorancia ante lo ocurrido. Por eso le miró y agarró con
ímpetu afectuoso una de sus raíces para que éste sintiera en su contacto el
sufrimiento que guardaba en su interior.
-Debes saber,- Le dijo al árbol. -que nos conocimos hace muchos años, La
Gitana y yo, en el barrio del Alamín. Ella era una niña todavía, y yo
apenas había abandonado la infancia. Nos cruzamos la primera vez a la salida de
mi escuela; creo que acababa de empezar el curso. De repente se vino hacia mí y
me preguntó que si podía comprarle una flor de su cesto. Vendía claveles a dos
duros, unos claveles rojos que destacaban sobre el gris de la calle y los
edificios. Le objeté que no tenía dinero, que me pillaba sin nada; y era
mentira. Entonces me miró con enojo y me dijo que llevaba quinientas pesetas en
el bolsillo izquierdo de mi pantalón. Yo debí ponerme rojo de vergüenza, por la
sorpresa de su presentimiento y por sentirme cogido. Ella se rió de mí todo lo
que quiso. Su cara transmitía una satisfacción inconstante que nunca he logrado
desentrañar. Quizá por ello, por no parecer imbécil, intenté arreglar mi
falsedad y le comenté nervioso que le compraba uno. Tenía la piel más morena
que ahora, y era tan flaca como una lagartija o un junco. Me dio un clavel con
la mayor sonrisa que yo había contemplado hasta entonces; pero me anunció muy
seria que ese me le regalaba... Que otro día, que cualquier otro día le
comprara otro... Y se marchó corriendo volviendo su cara de cuando en cuando
para atrás, para entregarme su mirada mientras el aire movía sus cabellos y se
la llevaba lejos de mí y de mi estupor.-
El Sabio Loco parecía invadido por ese acto de liberación que consiste en
contar lo desterrado. Su introspección platicaba por sí misma. Él solamente
dejaba que sus labios enlazasen las reminiscencias que se empujaban unas a
otras para surgir y ser libres, en tanto La Gitana atendía en silencio porque
acertaba que así debía de hacerse; sin suscitar ni herir su respeto.
-A las pocas semanas ya nos habíamos hecho amigos- Continuó. -Era una
muchacha muy simpática y muy lista. Siempre tenía algo que decir sobre
cualquier cosa. Solíamos ir juntos los fines de semana al campo. Y algunas
noches nos escapábamos para ver las estrellas en el parque de La Concordia.
Por entonces ya nos habíamos besado; así es. Y no creas que nuestra relación fue
efímera. Pasaron casi diez años antes de que las circunstancias se aliaran con
nuestras mentes para iniciar este dolor que me lastra las ilusiones. Era mi más
grande aliada en esta vida, pero hubo de llegar el momento en que los
acontecimientos nos separaron y nos enfrentaron. Una tarde... Terminaba el
verano de 1976... nos topamos en la
Plaza Lacruz. La Gitana venía seria. Yo lo noté porque ella invariablemente se
reía al divisarme. Me refirió que la noche anterior había tenido uno de esos
sueños premonitorios que ella asumía y que no sabía si mencionármelo. Cogió mi
mano izquierda y leyó mis líneas buscando una señal que lo confirmara. Por
supuesto yo le pregunté el contenido del sueño, aunque ella se negó, alegando
que una arcaica ley gitana le impedía revelar los infortunios a nadie, a no ser
que esa misma persona corriera peligro. Y qué se podía hacer. Yo ya estaba
acostumbrado a presenciar los tinos de La Gitana en relación con el futuro y
los presentes. Su abuela le había transmitido el arte de la adivinación y de
las certezas. Por ello comprendí que el asunto era grave; y quizá también por
ello la gitana le fue quitando importancia al mismo. Así me cambió de tema y
fue tranquilizando mis inquietudes. Ayudó igualmente mi escepticismo oriundo y
el hecho de que aflorara de nuevo la sonrisa en su rostro. A la mañana
siguiente mis padres y mi abuelo murieron en un accidente de coche. Chocaron
contra un camión que volcó invadiendo su carril. Me gusta pensar que no se
enteraron de nada y que siguen eternamente en aquella carretera, regresando a
casa. Aquel día perdí a todos mis seres más cercanos, a mi familia y a mi
compañera, porque no quiso advertirme de ese fatal accidente que quizá se
podría haber evitado. Abandonó a los míos a su suerte. Y me abandonó a mí
también...-
El Sabio Loco se llevó las manos al
rostro y comenzó a llorar. En el ambiente se había instalado su consternación,
muchos años confinada, sin la extravagancia de compartirla, en la profundidad
de sí mismo. Luego contaría que meses después La Gitana trató de hacerle
recapacitar, que le buscó en su casa y le suplicó perdón... que nunca debía
haberle mencionado aquel sueño... que era un sueño ambiguo y se hubiera
desquiciado protegiendo a los suyos de un desastre borroso e impredecible. No
era un accidente lo que ella vio, era un entierro; y detrás su porvenir de pena
y desidia, hasta la terrible imagen de descubrirle con un hacha en la mano
sacrificando por despiste la vida de un amigo. Todo sucedió como anunció su sueño,
menos la última imagen.
-Yo no te abandoné- Dijo de pronto
la gitana. -Sigues sin darte cuenta. Te abandonaste tú. Sin embargo sabes que
aquel sueño no se realizó de principio a fin. No talaste al árbol. Y esta es la
única realidad: por eso estamos los tres aquí sentados.-
Después de que se destapara esta
madeja de nudos, el Viejo Olivo sacó sus conclusiones. El Sabio Loco seguía
enamorado de ella. Su despertar, aquella pregunta complicada que hasta ese
preciso momento no contenía dilucidación, iniciaba conquistas en el espacio y
el tiempo.
-Sucede que los árboles no se
conforman con su destino.- Continuó La Gitana para definir sus argumentos. -Es
algo que late en sus entrañas. Ellos, los más pacientes y pasivos de los seres,
no aceptan su destrucción inútil porque en su inconsciente navegan las semillas
de una revolución alegre. Tú te conformaste con tu destino; pero el Viejo Olivo
no. Se arebeló. Quizá ahora comprenderás mejor que el destino es un
invento de los hombres, una argucia más de la testosterona y la cultura que la
envuelve; y por esto es por lo que en verdad existe. Es muy fácil adivinar su
sinrazón, adivinar el desenlace si nada cambia. Sin embargo vosotros dos habéis
logrado trocar lo ineludible. Por algo se empieza ¿no?...
Lo que
les sobrevino a tus padres y tu abuelo no tiene que ver con el destino que
enunciaba. Estas son cosas de la vida, cariño, cosas terribles que pasan y que
duelen y siempre están. El más íntimo dolor no se puede dirigir ni pronosticar.
Hay señales que lo anuncian y que nos protegen de sufrirlo en soledad.-
Los ojos de La Gitana se llenaron de
lágrimas. Trató de coger una mano al Sabio Loco, el cual la miraba con un
zigzag de emociones enganchadas en la estela del instinto; pero se zafó
acobardado y agachó la cabeza renegando. Las velas temblaban de luz en los
intervalos de silencio y perspectiva.
-Son
cosas de la vida, sí...- Siguió diciendo ella. -Cosas que hay que llevar
dentro, como el amor, y la confianza, como los recuerdos lindos, como todo lo
demás.-
Todo quedó para otro momento. El Viejo Olivo sintió aquella vicisitud
emocional como un buen presagio. En la chabola de La Gitana centellaban los
objetos y también las sombras, porque la candela se había avivado por el alivio
de los cuerpos al ceñirse al aire y por todas las nuevas esperanzas que de allí
emergieron.
Después de aclarar los sentidos
ocultos del ayer, que no las dudas expresas, la Gitana, el Viejo Olivo y el
Sabio Loco iniciaron el viaje hacia el norte de la península imaginaria. Abandonaron
la chabola al día siguiente, con la marcha tranquila del sol, y fueron evitando
los caminos amplios y las poblaciones ingentes que aparecían detrás de sus
pasos. Tardaron en alcanzar el bosque del Gran Roble cuatro noches; noches de
conversación íntima e ilusiones crecientes, al compás de la luna y de
constelaciones ignoradas, efímeras.
Cuando llegaron, aquel bosque
inmenso, asediado por el humo de la industria y la soledad, por urbanizaciones
y almacenes que corrían por sus costados erosionando y desdibujando las
fronteras válidas, del campo al asfalto, de los edificios y avenidas a los
ecosistemas, se abría entre dos montañas gemelas y se extendía en el regazo de
una cordillera diminuta que iba a caer detrás del horizonte como un arcoiris
de roca y trazos verdes.
El Viejo Olivo sintió al fin que
tenía una mirada nueva, una mirada para el prójimo. Vio los enormes sauces que
cubrían la vereda que atravesaba el río, a las encinas convivir en la espesura
de un manto de jaras y estepas con alcornoques y eucaliptos; vio cómo distintas
especies de pino cubrían en círculos cerrados las parcelas del primer y el
último monte, y cómo en esa mitad, bajo las cornisas de granito, se enmarañaban
abedules, olmos, castaños, hayas y robles, tantos, que semejaban un océano de
árboles, un mar de individuos, una extensión de relaciones con una complejidad
y bondad indefinibles. Con esta nueva mirada comprendió cual había sido el
inicio de todo, el instante cuya raíz señalaba hacia lo posterior: la sensación
de injusticia y el afecto contiguo. El dolor y la rebeldía. La misma sensación
de injusticia siempre. Las savias sometidas por las máquinas y las sierras.
Todo aquel artificio para el espanto.
-¿Por qué no se despiertan los
demás?- Murmuró el viejo olivo.
Los tres guardaron silencio. Amanecía y el sol coloreaba el paisaje. Un
rumor apático venía desde la distancia, desde la profundidad de aquel pulmón
desguarnecido.
Adentro, en lo más dentro del
bosque, como si todos aquellos árboles hubiesen abrazado una actitud de
perímetro alrededor de él, se alzaba con majestuosidad el Gran Roble, el árbol
más antiguo de la península imaginaria. Su tronco, un anchísimo cilindro cuya
base se retorcía en la encía del terreno, se dividía en cinco brazos que a su vez
se dividían en otros cien, dando paso al reino de las ramas y de los nidos, de
las hojas y de los pájaros, a la eternidad de los frutos, esa especie de
altruismo social que llevan consigo todos los ecosistemas. Era enorme, y por no
parecer exhausto había seguido creciendo hacia arriba a la vez que hacia el
lado izquierdo. La luz quería penetrarle, pero él la iba repartiendo con
tranquilidad mecido por la brisa y por sus propias intuiciones. La Gitana fue
la primera en reconocerle. El Viejo Olivo revolvió sus ojos y se quedó pasmado
al contemplar un hermano tan grande. El Sabio Loco sonrió ante la desmesura y
la belleza. Imaginó que allí vivían mil doscientas familias de jilgueros
asilvestrados; y casi se equivocaba.
-¡Oohhah!- Bostezó el gran árbol,
levantando una elipsis en el aire. -¿Quién se acerca?- Dijo. -Si no me engañan
mis ancianas sensaciones.- Y se estiró un poco, agrietando su corteza, como
intentando respirar mejor.
-Somos gente amiga.- Alegó la Gitana. -No sé si recuerdas. Mi abuela me trajo aquí una
vez, hace ya muchísimos años.-
-Lo recuerdo, sí... Tu abuela fue
una mujer sensata y lúcida.- Admitió el Gran Roble. -¿Pero qué te envía a mí,
descendiente de los pueblos errantes?-
-Vengo acompañada por dos viajeros
inverosímiles. Necesitan de tu conocimiento.-
El Viejo Olivo no pudo esperar más. Las ansias de manifestar sus ideales
y de hallar los ademanes adecuados irrumpieron en escena para encauzar el hilo
de su incertidumbre.
-Señor.- Afirmó. -Son tantas las
preguntas que me gustaría hacerle... Si me lo permite.-
-Un momento, un momento.- Apuntó el
Gran Roble, algo confuso. -No vayamos tan aprisa. Si no me fallan las cuentas
veníais tres personas. ¿Dónde está la tercera?...-
-Se equivoca.- Dijo entonces el
Sabio Loco. -Somos dos personas las que venimos. Quien acaba de hablarle a
usted es mi compañero el Viejo Olivo, un hermano suyo, un igual; no sólo con
capacidad para razonar y hablar, sino también para caminar por el mundo. Un día
traté de talarle... y él, inexplicablemente, tuvo que despertar.-
El Viejo Olivo se aproximó más y
acarició con una de sus ramas el tronco del Gran Roble.
-Pero eres... ¿Eres un olivo en
verdad?-
-Así es.- Contestó risueño. -Tengo
cerca de trescientos años.-
El Gran Roble lo arrimó aún más
hacia sí, declinando su copa al suelo. La tierra se conmovió como cogida por
una mano trascendente. La Gitana agarró por la cintura al Sabio Loco y lo
condujo por donde quiso, tras helechos acogedores, a recuperar remotas
costumbres de besos y confidencias.
-Si eres un árbol y caminas, debe de
haber despertado tu conciencia. -Dijo el Gran Roble.-
-Creo que sí.- Declaró el Viejo
Olivo con una aquiescencia que despejaba el paso a las inquietudes adyacentes.
-Pero este asunto tiene que ir más allá. Todo esto ha debido ocurrir por algo.
¿Por qué no despiertan nuestros hermanos? ¿Es que van a permitir que se les
destruya?...-
-Los árboles juramos dormir y echar
raíces.- Manifestó con gran misterio el Gran Roble. -Es muy simple.-
-¿Y a quién se lo juramos?- Preguntó
enseguida el Viejo Olivo.
-A los antiguos hechiceros, a los
Druidas.-
-Entonces nos engañaron.-
-No, no nos engañaron. -Confesó el
Gran Roble.- Los Druidas se extinguieron, y con su merma comenzó la edad del
olvido. Ellos juraron protegernos, aunque no se acordaron de protegerse a sí
mismos. Ahora nos arrasan, sí. La humanidad nos arrasa. Es nuestro destino.-
-Pero queda romper el juramento.-
Dijo el Viejo Olivo con desgarro. -¿No lo hice yo sin saber para conservar mi
vida?... Los juramentos son entelequias convertidas en falacias por el mañana.-
En ese instante volvieron a asomar,
ruborizados y concretos, el Sabio Loco y la Gitana. Iban de la mano... echando
chispas de ternura y conciliaciones.
-El Viejo Olivo lleva razón.- Afirmó
el Sabio Loco que comparecía polarizando su conversación. -El hombre os
destruirá y se destruirá. Debéis despertar vuestra conciencia. La nuestra es un
fraude; una estafa... porque la utilizamos sin derivación ni bondad. Los
seres humanos estamos vendidos a la prosperidad y al progreso. Si conoce algún
modo para que los árboles dejen de estar dormidos, díganoslo, por favor.-
-Lo conozco. -Dijo el Gran Roble,
zarandeando su cuerpo con suspiros de madera. -Pero haría falta el conjuro de
un Druida.-
-¿Y no te valdrían las palabras de
un Poeta?- Soltó la Gitana, y le guiñó un ojo al Sabio Loco, al cual se le
nubló la cara de sensaciones ambiguas.
-No sé si funcionará. Mi voz está
muy débil.- Respondió el árbol. -Aquello que se diga en nuestro nombre- Dijo
dirigiéndose al Sabio Loco.- ha de contribuir a la creación de un grito, que yo
daré, si me convence el mensaje y me lleva a su consecución. Tómate el tiempo
que necesites. Si ya lograste con tus actos inhumanos despertar a un árbol, qué
no podrías hacer si rehumanizas tu conciencia para avivar aquellas que
se hallan postergadas.-
El bosque
se agarraba a la luz de la tarde. Declinaba ya en el horizonte opuesto,
adormecida por el avance de las sombras y las intersecciones del reloj. Los
colores más vivos acababan aislados en los accesos y las superficies. Se
proclamaba el crepúsculo iniciándose desde el suelo a las copas. El Gran Roble
concentraba buena parte de esa luz esperando que el Sabio Loco ideara los
versos subversivos.
Éste fue a pasear al traspiés de la noche, acompañado por el Viejo
Olivo y La Gitana. Así lo dispusieron los enigmas y las circunstancias. Un
hombre, una mujer y un árbol. Deambularon por aquel territorio de diversidad y
respeto, cobijo de especies y de ideas universales; donde residen las alianzas
fijas. El musgo coronando las piedras. La aptitud del agua sembrando el eterno
ciclo. La mirada de las flores, que fabrica el ansia de los insectos.
Ni sus sensaciones ni sus
entendimientos dieron forma a la magia; fue cosa del afecto y del aire, de sus
recuerdos y sus optimismos. Vinieron bien las risas y las lágrimas, y el
aprendizaje turbio de lo que existe más allá de la propia piel o la propia
corteza.
-La Tierra de uno es bonita, pero no tiene nada que ver con la libertad
de quien la camina y conoce.- Dijo el Viejo Olivo, invitándoles a sentarse
entre sus raíces.
-Ahora ya nada podrá separarnos.
-Susurró para sí la Gitana. -Te quiero y sé que me quieres. Tus fatigas son mis
fatigas.-
-¡Gracias por a los dos por acudir
en mi auxilio!- Exclamó el Sabio Loco. -Cuánto me hacía falta despertar.
Pero... ¿Acaso los árboles no son solidarios?...-
En su mente encajaron las piezas infinitas del
entorno. Las emociones subieron desde su corazón a su mirada. Resplandecían en
sus ojos los sueños, las angustias, y el limbo de sus alegrías y sus ideas.
Cuando se presentó delante del Gran Roble, éste advirtió que tenía las
manos abiertas, sencillas. El Sabio Loco elevó sin más las palabras:
“¿Acaso
los árboles no son solidarios?... ¿Digamos el Castaño de los Campos Elíseos con
el Quebracho de Entre Ríos o los Olivos de Jaén con los Sauces de
Tacuarembó?... ¿Le avisará la Encina de Westfalia al flaco Alerce del Tirol que
administre mejor su trementina?... Y el Caucho de Pará o el Baobab en las
márgenes del Cuanza ¿provocarán al fin la verde angustia de aquel Ciprés de la
Missión Dolores que cabeceaba en Frisco California?... ¿Se sentirá el Ombú en
su pampa de rocío casi un hermano de la Ceiba antillana?... Los de este parque
o aquella floresta ¿se dirán copa a copa que el Muérdago otrora tan sagrado
entre los galos ahora es apenas un parásito con chupadores corticales?...
¿Sabrán los Cedros del Líbano y los Caobos de Corinto que sus voraces enemigos
no son la Palma de Camagüey ni el Eucalipto de Tasmania sino el hacha tenaz del
leñador la sierra de las grandes madereras el rayo como látigo en la noche?...
El Gran Roble había escuchado con
atención. Ni una sola fibra de su cuerpo quedó libre de la vibración del aire.
Al terminar, el Viejo Olivo se acercó al Sabio Loco y le rodeó con sus ramas.
La Gitana sonreía juntando las palmas de sus manos sobre su boca y asentía su
contorno. En todo el bosque no se mantenía nada más que el eco de aquellas
preguntas. La noche había caído sobre la península imaginaria. Cerraba su
vestido alrededor del tiempo, despejada, sembrada de estrellas.
Se oyó primero un rumor, muy leve,
que después creció desde las raíces del Gran Roble hasta emerger por sus hojas.
Su voz fluyó y se hizo grito inconmensurable. Fueron varios minutos. Salió
afuera, en tanto temblaba la tierra. La península imaginaria se había
estremecido y ahora descansaba, aturdida por lo extraño. La Gitana, el Sabio
Loco y el Viejo Olivo pudieron observar cómo miles de pájaros echaban a volar
de las ramas del Gran Roble, y decididamente alegres trazaban figuras elípticas
que acariciaban a los árboles, brillando, reflectando los acontecimientos
recientes... que se disipaban en el viento hasta morir en la profundidad del
grito, al compás de la brisa que lo llevaba hacia lo lejano.
En toda la península imaginaria se
dejó sentir aquel grito clandestino. La cubrió como una nube que amenazaba
metamorfosis. El primer suceso que saltó a los medios de comunicación, fue la
detención de tres individuos que tras intentar provocar un incendio en un
espacio protegido, fueron atacados, según su testimonio, por un grupo de
árboles exaltados. El siguiente ocurrió en una de las incontables
urbanizaciones que se encuentran cerca del mar. Los vecinos manifestaron a
través de un portavoz con cara de asombro y caos, que cientos de árboles
llegaron caminando con la madrugada, y que dijeron que no iban a moverse de
allí, y que no hay quien lo entienda,
etc. Biólogos y científicos de todo el mundo se reunieron para tratar de hallar
una explicación coherente; pero los habitantes de la península imaginaria
expusieron la suya propia, con manifestaciones de apoyo a los árboles, y
congresos sobre la nueva situación social, acercamientos para planificar su
integración sin distorsiones, en cada barrio y en cada ecosistema, en las
distintas zonas geográficas, reconociendo la situación existente, la realidad
recién engendrada.
Fue la misma gente la que exigió un
referéndum al gobierno y a las instancias de poder. Acudieron a votar en masa,
entusiasmados, mientras los árboles, curiosos, marchaban a las ciudades o se
arremolinaban en concilio en ciertos lugares de la costa para contemplar por
vez primera el océano. Se cambió la constitución. Se logró que protegiera y
velara por los derechos y los intereses de las personas y de los árboles por
igual.
Desde entonces, en la península
imaginaria, un árbol y una persona son la misma sustancia.
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