miércoles, 6 de marzo de 2019
ENTRESIJOS DEL AIRE
“Todo, excepto
la vida, se me ha hecho insoportable. La oficina, la casa, las calles –y hasta
lo contrario, si lo tuviera– me resultan más que suficientes o me oprimen; sólo el conjunto me alivia. Sí,
una cosa cualquiera de entre todo eso basta para consolarme. Un rayo de sol que
entra eternamente en la oficina muerta; un pregón voceado que enseguida trepa
hasta la ventana de mi cuarto; la existencia de gente; el haber clima y cambios
de tiempo; la asombrosa objetividad del mundo...”
Fernando
Pessoa, Libro del desasosiego
Ser consciente; y reír. Y aluego* a observar en derredor, y si no hay una
piedra en diez metros de perímetro (a ojo), huir, porque las piedras son
absolutamente necesarias.
Descorrer
las cortinas, y levantar velos, como si el ansia de las búsquedas se
quebrantara en un paseo tranquilo hacia esa verdad que no importa si lo es o
no, si sí o si no, quién sabe; simplemente abrazar el deseo de encontrar, la
sospecha de algo que subyace y fluye: el río por debajo de la realidad, en la
realidad, encima aun...
Y que un cielo lleno de nubes
blancas-grises-multiformes-adragonadas-paisajísticas, de retratos, teñidas
por el sol, o en resaca lunar, en atardecer, en amanecer o al mediodía, es
mucho mejor que un cielo desnudo y desazulado por el aburrimiento de
esas miradas que no entienden el porqué de la intrascendencia y que se levantan
siempre con el pie derecho.
(Rehumanización)
Comienza el atardecer y es esperanza. Chupo un cigarro y lo
despojo de la tira que prensa su cuerpo. Mi mano recoge las virutas y mis dedos
acomodan ciertos restos en la palma. Luego ajusto. Muerdo la piedra de la alegría
y pienso en ti... (varios segundos). Una nube araña en el horizonte al sol que
se deja y que sonríe luz. Mi mechero agiliza los trámites de mis sentidos.
Deshago y mezclo tiernamente las sustancias. El tabaco y la soledad, la dulzura
y el hachís... la vida, para después liarlo todo en un papel que aguarda en un
bolsillo junto a la mora, boquilla irrepetible que me indica la situación de
mis emociones; el cielo mágico que ahora espera, el aire acariciando mis ojos,
tu imagen rayando el crepúsculo y convirtiendo los colores en una acuarela de
líneas clandestinas y qué bien.
Enciendo
la candela del sueño y el humo libera mis frustraciones; así de fácil. Una
calada sobre la ciudad, otra sobre las montañas, una de cada tres sobre ti...
mientras la noche cae sobre todo. El sol ya se ha ido, y sólo queda su sangre
alegre en la esponja de las nubes. Primeras estrellas... Primeras luces
artificiales...
Estoy
sentado en la tierra y el viento me dice cosas (del mar). Hace frío, pero no me
desespero. La realidad es chunga, pero una niña sobrevive bajo escombros en
brazos de su madre muerta. Maravillas. Hay tanto silencio que escucho los
gritos del mundo, los desastres. Sin embargo también se oyen los abrazos, los
besos, bulerías de ilusiones (úndostres, úndostres, un-dos-tres...)...
La humanidad agarrándose a su humanidad. Y entonces veo frente a mí las
guerras, el hambre, los infiernos cotidianos, en el cielo oscuro y lindo; veo
las exequias, la avaricia, la deshumanización desgarrando los deseos de paz y
bondad. Pero entre tanta catástrofe humana, veo tus ojos (no los imagino; los
veo), y su destello afín me recuerda mis luchas; y ya soy más extraño y
humilde, más cercano a mis compromisos-prójimos.
Doy una última
calada. Me alegro porque existes, porque el mundo está a rebosar de gente como tú. Expiro
el humo
y me levanto. Conjuro a las utopías posibles:
la amistad
el
amor
el
caos...
sentimiento
garrapatero
rebeldía
por las buenas
anarquía emocional
la
danza de las flores subversivas
intenciones
de cristal
el confín de Rayuela
un dado
un
dibujo
una idea como sueño compartido
MAFIA
y AMOR...
primita
amiga...
Y me voy a
gusto pa la plaza, a cumplir lo prometido, a concentrar besos y a buscarte, a hilvanar alegrías, mucho más; que el miedo se
asuste de sí mismo, y que el odio se diluya en el charquito de colores que la gente ha edificado frente al mar.
Te
quiero Canija; esto es todo lo que me dice mi pensar...
Por un
camino solitario, a las afueras de mi ciudad, camina una señora cargada con
varias bolsas en cada mano. Pienso uff... se la ve cansada; y esos pájaros
extraños que vuelan en invierno hacia el norte no lo admiten, pero añaden
confusión al asunto.
También pienso, o mejor dicho,
siento, un único divagar que va de la compasión a la indiferencia; y es lo que
sigue:
Si la mujer lleva algo de valor en
las bolsas, yo no le puedo decir sin más: <>...
Porque seguramente desconfiará de mí, que soy un desconocido para ella. Sin embargo,
si las bolsas portan cosas inservibles, o directamente basura, la señora me
diría: <>... Y les contaría después a sus vecinas
que se ha encontrado con un perfecto caballero. No obstante, no tiene porque
ocurrir así.
Normalmente la realidad es una
maraña de ilusiones y desencuentros. Y no vale con asumir ciertas cosas; hay
que arriesgarse un poco. Pero ¿por qué?...
El precio de la vivienda sube un 15% en el primer periodo. La venta de
coches desciende un 30%, por lo que un 10% de los empleados de varias factorías
serán tranquilamente despedidos. El 47% de los hombres prefiere hacer el amor
con una desconocida, y el 60% de las mujeres con su pareja habitual. No hace
falta que comprueben la veracidad de estos datos; son una invención momentánea.
Cuando leemos todos los días los periódicos o escuchamos las noticias, o
simplemente hablamos con alguien sobre algún tema, el que sea, nos salen
porcentajes fríos; y decimos: joder... un 40%... un 85% de esto o aquello...
Pero más allá de la expresión y la escala, existe un silencio absurdo que
descodifica nuestra mayor incapacidad o necedad: el hecho de que así, nada nos
emocione demasiado. Pasamos páginas de sueños. El almanaque escapa sin
identidad, y todo queda como temblando en un rincón de la memoria, oculto o
borroso o indefinido. No hay marca ni huella plausible. Por eso nadie se
resiste a establecer la cifra (tampoco yo). Digamos que anda en un 50% de que
la señora diga sí, y en un 50% de que diga no. Entonces me acerco a ella. Y
ella se detiene. Espera mi voz... Qué más...
-La ayudo con las bolsas-digo.
-Qué bolsas-dice.
Y cuando me fijo bien, veo que de sus manos salen unas cintas de colores
que alcanzan la bandada de pájaros extraños, y ya se eleva, con el rostro
encendido de júbilo, hasta que se pierde con ellos entre dos edificios, por
encima de aquel árbol con las hojas empañadas de humo y soledad.
Al final siempre sucede lo que sucede... al 100%.
Ella me ofrece su indiferencia; algo
ofrece; pero yo no me conformo. Me concentro. La miro fijamente. La digo
mírame, ahora, mírame; y mis ojos penetran su nuca, invaden su área de
integración visual. Mis ojos llevan consigo regalitos: paisajes de espuma,
atardeceres de papel y fuego, estrellas en cordel de plata, un mar con estrépito
de luna destiñéndose sobre las aguas, mi corazón como un caleidoscopio, dos
litros de mi sangre para sus ambiciones, todas mis uñas mordidas de los nervios
y los nudos que habitan en mi estómago, mi amor envuelto en periódicos
futuros...
Deseo que se
rinda, que se rinda y me mire y se enamore desesperadamente como yo, que me
mire porque la estoy llamando... mirando... La llamo y me tiene que mirar
porque la llamo con todo mi ser en silencio. La deseo y la miro y ella al fin
me responde: me mira y se asusta porque la miro directamente como unidad, como
centro de mi existencia; loco... Y probablemente ahora me odiará o me temerá o
sentirá un qué sé yo en las entrañas, vago-brumoso-etéreo-volátil... que se
difuminará en un segundo, pero que ya no será indiferencia. Ya sabrá quién soy
para siempre, enemigo o amigo, escombro o puente, que ya es un paso para el
amor y ya está.
Un hombre se para en seco en mitad
de una calle atestada de coches. Un coche pita... otro derrapa para esquivarle y
se incrusta en un panel de publicidad en uno de los lados... el que pitó
finalmente tiene que frenar y queda atravesado y quieto en el carril
izquierdo... en el derecho, un camión de reparto se detiene milagrosamente
antes de chocar contra una moto que acababa de perder el control y yacía en el
asfalto con un muchacho bajo la rueda delantera... El susto dura alrededor de
veinte segundos. Por suerte no hay heridos. Quizá alguna magulladura y el
sentimiento de fragilidad y caos. El hombre continua parado, cabizbajo. No se
hacen esperar las reacciones. El conductor del coche atravesado, sale, va hacia
el hombre inmóvil, le zarandea y le pregunta que qué coño le pasa. El hombre no
contesta. El muchacho, después de quitarse la moto de encima, también se dirige
hasta el hombre, y, sin mediar palabra, le pega un puñetazo en la nuca. El
hombre cae como un muñeco. El conductor recrimina al muchacho y le dice que
tranquilo. El hombre se levanta y se mantiene en pie. Una lágrima está a punto
de desbordarle un ojo. El conductor del camión de reparto se une al conductor
del coche atravesado y al muchacho de la moto con un hijodeputa en la boca.
Decenas de coches pitan en ambos carriles de la calle. Varios transeúntes que
observaban la escena sacan a la mujer del coche que se estrelló contra el panel
de publicidad. Ni un rasguño. Únicamente el miedo en cada músculo de su cara y
un temblor en las piernas que le impide caminar. De los brazos, la llevan hasta
la acera y allí la abanican con un trozo de cartón y un panfleto de una agencia
de viajes. Casi cien personas aguardan saber lo ocurrido. El hombre, en tanto,
sigue de pie y sin moverse. El muchacho vuelve a la carga. El conductor del
camión le sujeta. El otro conductor pretende agarrar un brazo del hombre y el
hombre se desquita. Se escuchan sirenas a lo lejos, el murmullo de la
muchedumbre, los cláxones ya a millares. Una de las calles más importantes de
la ciudad cortada. La enorme ciudad con sus edificios monstruosos, y la
contaminación, tiendas saturadas de individuos, pasos de peatones con el
corretear de hormigas humanas, paseos rebosantes de ancianos, palomas, niños
con mochilas, vagabundos somnolientos, tipos/as con maletines, corbatas, vuelo
de vestidos, bufandas, cámaras de fotos, estelas de perfume, sombras resquebrajadas,
jardines sin hierba, árboles podados o muertos... y un hombre parado en medio
de una calle... y un círculo de indeterminación y gritos alimentados por un
millar de curiosos.
Aparece la policía. El rumor de las palabras se apaga. El muchacho levanta
su moto y comprueba los desperfectos. Después le da una patada a un coche
aparcado haciendo añicos un piloto. Un policía va hasta él y le coge por el
cuello. Pregunta. El muchacho habla. El policía marcha hacia el hombre. Hace
una seña al otro policía. El conductor del camión prosigue con su hijodeputa.
El conductor del coche atravesado llama a alguien con su móvil y se explica
nervioso y con grandes gestos. La mujer sufre un desmayo y se oye un agitar de
papeles y consejos y blasfemias. Los policías se sitúan frente al hombre, con
una mano apoyada en sus pistolas, y le exigen un porqué. El hombre no responde.
De nuevo los policías le increpan. Se produce un silencio brusco. A pesar del
aislamiento de la circunstancia, toda la ciudad parece escuchar. El mundo
entero atiende movido por las distintas hipótesis y el morbo y la curiosidad
desencadenada. El hombre reacciona. Extiende una de sus manos y le entrega un
folio doblado a uno de los policías. Es una carta. Y dice así:
Querido Diego:
Me marcho de ti. Te amo pero te dejo
libre. No puedo vivir solamente de amor; lo he intentado. Tal vez el destino
nos vuelva a unir algún día; aunque tú no crees en esto del destino. Espero que
me entiendas. Chau.
El policía, por supuesto, tampoco lo
entiende y le coloca las esposas.
Al abrir los ojos, el paciente
advirtió una mancha roja –semejante a una espiral- asaltando su campo de visión
y girando casi imperceptiblemente de un lado a otro mientras dejaba un haz de
virutas grises (insiste que la mancha se desvaneció, en tanto se duchaba, por
el agujero del desagüe).
Luego en el tren, camino de su
trabajo, asegura que observó cómo el cielo permutaba de matiz de acuerdo con la
posición de un sol que se asomaba misteriosamente por el sureste, y varios
grupos de nubes que confluían en un gran cúmulo rosado y que formaban la figura
de un aspa móvil. Seguidamente ha descrito un paisaje surreal: árboles color
púrpura, campos dorados de cables retorcidos, trazos blancos en el aire,
siluetas y sombras, edificios verdes, contorno de ciudad caminando sobre líneas
azules, fragmentos de imágenes entrelazadas... y un ruido de fondo, en
principio ininteligible.
El trayecto en el metro no fue menos
excepcional. Dice que todos los rostros del vagón le miraban fijamente; un
silbido lejano rasuraba sus oídos; y la misma estación se repetía un y otra
vez: TRIBUNAL... TRIBUNAL... Nadie se bajaba del vagón, aunque sí
subían muchos; gente que también le miraba y asistía a rodearle.
<TRIBUNAL
...>>. Y el sonido
ininteligible ya se significaba en su cabeza: un tambor de muerte, unos pasos
destructores, bombas, disparos, llantos, alaridos, sirenas y fuego...
Sin saber cómo, el paciente se
encontró en mitad de la calle con un dolor frío en la nuca y las manos
ensangrentadas.
Después de
un examen superficial no parece presentar herida alguna. No obstante no puedo
cerciorar si existen laceraciones internas.
Por último, no ha querido revelar su
identidad, pero ha confesado ser uno de los 183 diputados parlamentarios que en
la tarde de ayer aprobaron unánimemente la intervención armada y la muerte de
miles de civiles.
Diagnóstico: Trastorno ambicioso-compulsivo de la personalidad,
modelado por una voluntad de poder y la promesa de paraísos fiscales.
En frente en el metro en la angustia
de una realidad mundial terrible, una embarazada contempla los primeros patucos
de su niño/a y sonríe; con ellos le enseñará a contar sus pasos y sus sueños:
ESPERANZA...
- ¿Te importa
que me siente a tomar café?
- ¿Por qué me va
a importar, linda?
- Gracias, es
que no quedaban mesas libres.
- Las
explicaciones duelen.
- Tranquilo,
había otras mesas para asaltar, pero yo me vine a la tuya.
- ¿Se puede
saber por qué?
- ¿No decías que
las explicaciones duelen?
- No lo pido
como explicación; es simple curiosidad.
- Antes, cuando
pedía el solo en la barra, me fijé que me mirabas.
- ¡Ah sí! Suelo
mirar por costumbre. Me interesan muchísimo los enigmas.
- ¿Crees que soy
un enigma?
- En todas las
facetas posibles de enigma.
- ¿Y pretendes
descifrarme?
- Por ahora me
conformo con tu nombre.
- Me llamo Lara.
- Encantado
Lara.
- Bueno, ¿no vas
a decirme el tuyo?
- Me gustan las
reticencias temporales. Me llamo Julián.
- Encantada
Julián.
- Las
conformidades son odiosas, ¿verdad?
- Personalmente
no me disgustan, pero por lo que escucho a ti sí.
- Lara, sería
increíble hacer el amor contigo.
- ¿Eres siempre
tan directo?
- Cuando te
miraba, imaginé que venías, que me decías ¿te importa que me siente a tomar
café?, y que al instante yo me levantaba, te besaba en el cuello... y los dos
nos deshacíamos...
- Te repito:
¿eres siempre tan directo?
- Casi siempre.
- ¿Y el casi
dónde me deja?
-
Desgraciadamente en la realidad.
- Me siento
halagada.
- Ya ves, Lara,
únicamente soy capaz de ser yo mismo en sueños.
- ¿Vienes a
menudo por aquí?
- ¡Pregunta de
desquite!
- El ambiente
estaba ya caldeado.
- Para ser
sincero, es la primera vez. Me pareció interesante por fuera, y es del todo más
interesante por dentro.
- ¿Trabajas
cerca?
- No trabajo.
- ¿Y a qué te
dedicas?
- A llorar
porque no trabajo, a reír porque mandé al peo a mi jefe; no sé, paso el tiempo.
- ¿Y por qué lo
hiciste?
- Me tocó la
fibra solidaria.
- No entiendo.
- Me ofreció
dinero a cambio de vida.
- ¿De vida?
- Sí, trabajar
catorce horitas por un módico precio.
- Hiciste bien.
- Se queda uno
como los pájaros.
- ¿Como los
pájaros?
- Libre y al
borde del abismo.
- ¡Y a volar!
- Y a volar o
no...
- ¿Vuelas?
- Volaría
contigo o hacia ti.
- ¿Ya estás?
- ¡Vuelo!
- ¿Sabes? Yo
también he pensado dejar mi empresa.
- ¿Por qué?
- A mí me
ofrecieron dinero por sexo.
- Mal asunto.
- No es tan malo
si lo analizas bien.
- ¿Entonces?
- Nunca me
acostaría con mi jefe; el hijodeputa me da asco.
- Mal asunto, en
fin...
- Ahora sí te
acepto los augurios.
- Es una
auténtica putada. Se acabaron las salidas para ti.
- Así es. Se
puede decir que estoy a punto de paro.
- ¿Y estás
triste como yo?
- No
exactamente.
- ¿Acaso
compartes alegría?
- Tampoco es
eso.
- ¿Qué te pasa,
Linda?
- Que quiero
hacer el amor contigo.
Después de pagar los cinco euros del cubata, Mario sale del bar. No sabe
si coger el coche; calcula su ebriedad con optimismo; y al final decide sí.
Arranca; coloca el retrovisor; enciende las luces; la claridad le asusta... De
pronto imagina un accidente: el ruido y los cristales, las vueltas de campana,
la sensación de vacío. Por un momento reflexiona; apaga el motor; baja del
coche y marcha calle arriba. Luego llama a un taxi; tiene suerte. Cuando va a
abrir la puerta concibe de nuevo el accidente. Ahora está inmovilizado en el
suelo. El chaval que le atiende parece simpático; su nombre es Óscar. Al mirar
su rostro se tranquiliza. Aunque tras comprobar que le rodea un charco de
sangre, entiende que la cosa pinta mal. El taxista pregunta qué. Mario entonces
piensa que probará suerte con el autobús. Es fácil. Cierra la puerta. El
taxista le manda al peo. Unos metros más allá se encuentra la
parada del 82. Mario espera. Se fuma un cigarro. Dos minutos después el autobús
asoma. Le hace una señal. Se detiene. Cuando lo ve parar, Mario imagina
nuevamente un accidente. Le llevan en camilla por los pasillos de un hospital. Varias
enfermeras van sujetando el suero y los calmantes. No comprende lo que le
dicen. Escucha una sola voz apagada mientras pasan lentamente por sus ojos las
luces lánguidas del techo. El conductor del autobús le observa. Mario
reacciona. Gesticula con la mano, y el autobús se va.
Por qué seguir... Se haya muy lejos de su casa; está borracho; tiene
miedo de las cosas que imagina. Y se acurruca en el quicio de un portal antes
de evocar nítidamente el derrumbe del edificio y las sensaciones de asfixia
bajo los escombros.
Por increíble que parezca, el niño
sentado frente al mar está callado. Ya hizo un castillo en la arena y escarbó
un pozo para apresar el agua; ya se entretuvo persiguiendo gaviotas y buscando
caracolas en la orilla. Es la primera vez que el niño reflexiona su mundo; y
sabe cómo permanecer atento.
Mira el horizonte. Un barquito
pesquero va sobre la línea que separa, y ahora mismo atraviesa esa mitad de sol
que aún flota encima del océano. Una sombra negra viene rodando con la luz, y
las olas son como páginas de un libro interminable. El sonido del mar se
asemeja mucho al silencio; varias nubes se arrastran por encima de él. Qué
ocurre. Qué significan todas aquellas cosas. El niño se levanta. Ha descubierto
algo en los bolsillos del aire. Sus pies tocan la espuma y se divierten al
dejar la tierra atrás. Siente que muy lejos, más allá del barquito que surca la
distancia, casi casi donde se extravía el sol, existe un reino maravilloso que
habrá de visitar algún día, alguna vez.
Entonces sonríe... Y en África crece
otra flor...
Más que indicios...
Según el sol le indica a través de
las cortinas que son más de las siete, ella no se deja convencer, y empuja su
rostro contra la almohada invocando inútilmente sueños tranquilos. Otra vez
llegará tarde a sus rutinas; otra vez la dependencia se atraganta en su
entusiasmo; otra vez.
Por un momento es consciente de que
el juego del amor envenenado, no es amor, ni siquiera un juego realizable; es
consciente de que cualquier veneno emocional, tarde o temprano, acaba por parar
el corazón del tiempo, y con esta parálisis se cierra la posibilidad a la vida.
El ensueño actúa. Se ve en el patio
de la escuela, siendo niña. Un compañero la empuja; nada extraño. No obstante
aquel empujón va más allá del sentido del azar. Ella lo siente así, y su
defensa consiste en irse a jugar con otro niño. Ha perdido el interés por aquel
que le produce un dolor voluntario.
El significado de las imágenes es
simple; y despierta. Suspira. Se levanta. En el fondo de la habitación un
espejo le dice que aquel ojo morado también va más allá del sentido del azar;
pero la sencillez simbólica del ensueño ha huido hasta la puerta, para
mezclarse con la sonrisa y el gesto amable que él ha ideado mientras preparaba
el desayuno de la confusión.
Sin saber por qué, ella llora. Él sí
que lo sabe. Luego busca su abrazo y le besa como si aquel monstruo desconocido
fuera su salvación cotidiana. El café pesa más que sus celos, las tostadas
están untadas con recuerdos felices. La flor que él ha colocado para adornar
sus mentiras, logra que ella olvide los golpes y los gritos y el miedo.
-No sé cómo pudo ocurrir, cariño...
Estas palabras que él dice con una
sinceridad sin lógica, que se quedan suspendidas en el aire, colgadas de la
lámpara... representan para ella la esperanza.
No ve. Sus ojos
permanecen apagados. Hay poco de sí misma allí.
Por ello cuando escucha:
-Te prometo que será la última vez...
Ella le cree.
Justo ahí, en ese instante, le
entran ganas de vomitar. Su cuerpo trata de advertirle. Su boca se llena de
memorias: la primera discusión en la que él hizo que se sintiera culpable, la
primera astilla de odio manifestada en la frase eres una puta, la
primera bofetada que él justificó con un montaje de ansiedad, benzodiacepinas y
vacíos. Toda la frustración que él había volcado sobre ella, toda la
inseguridad y la cobardía llegan para cubrir el cauce de sus labios, amargando,
nublando las posibles perspectivas. Y vomita.
La luz del día es un incordio. Sueña
con que todo cambiará a partir de ahora. Uff. En la radio alguien profesa
políticas por la tolerancia. Pero los colores no tienen fuerza. El entramado se
reduce a evitar sus enfados; lo que sea por él, por seguir a su lado, por
comprender su angustia... Lo que sea...
Y recoge el charquito de sus
miserias, mientras él la anima besándole la nuca y susurrando a su oído ciego
que quizá debería abandonar su trabajo en beneficio de la salud del hijo que
esperan para el mes de marzo y desamor.
PERSPECTIVAS GENERACIONALES
-Papá, cuando miraba a mi
derecha se abría una fila interminable de antidisturbios, un flanco pesimista y
terrible. Era sorprendente comprender que la sensación de rabia crecía sobre
aquellos autómatas, por su sola presencia; y más sorprendente aun descubrir una
mujer, dos, o cuatro, humedeciendo sus gafas oscuras en vaho e igual de
insinceras que los hombres entre aquel amasijo de violencia.
Pero en el otro lado, Papá. En el otro lado, yo lo sé,
sí que había gente buena. Gente que pasaba la hora establecida para
manifestarse, gente que resistía a pesar de que la realidad nos negaba la
licencia y la duda.
Todos los que allí quedábamos sabíamos perfectamente
lo que tocaba ahora: aguantar. Y por ello aguantaba alguna pancarta con
mensajes gastados: Bush asesino... No a la Guerra... A la patria,
mi amor, prefiero rosas... Y aguantaban las miradas mientras la información
renacía enflaqueciendo el conjunto de sueños cada vez que alguien se marchaba.
Y aguantaban también -al menos en mi mente- las muchachitas de color, girando
sus cariocas y sus risas en el aire, volteando el tiempo y el espacio con el
sonido estimular de sus cascabeles,
destacando eternamente sobre el fondo de edificios grises. Y aguantaba,
por supuesto, aquel chaval negro que sostenía sobre sus hombros a un amigo que
imitaba con un dedo sobre el labio a nuestro presidente, hablando de legalidad
internacional, de muertes preventivas, de petróleos y odios. Cómo le
abucheábamos, risueños, como si aquella acción irónica nos evadiera
momentáneamente del vacío y el miedo.
Creo que así nos sentíamos, o así me sentía yo.
Minutos después un uniformado con megáfono nos advertía de la inminente carga
policial de no disolver la protesta. Pero nadie se movía papá. Ya se habían ido
los cautos, o los cuerdos, o los infelices, no lo sé. Recuerdo que no podíamos
convencer a una colega que por entonces estaba embarazada para que se fuera. Se
resistía amargamente con una mano sobre el vientre, con los ojos henchidos en
lágrimas. Al final entró en razón y se fue, aunque consternada. Era
imprescindible cuidar el futuro, velar por lo inexistente. Teníamos las
consignas en la piel, en la orillita del afán. No obstante, nos dieron. Aquella
vez sí que nos dieron. Ya había comenzado la guerra. Ya se habían cansado
muchos de salir a las calles. En la tele sacaban las incursiones aéreas a
Bagdad, no las multitudinarias manifestaciones vividas semanas antes. El efecto
narcótico del confort y la desinformación sacudía el país. Pero a nosotros nos
daban, sí, en la cabeza, en los brazos y en las piernas. Y mientras tanto
saqueaban Babilonia, la tierra del ojo por ojo. Luego se enterarían por las
malas nuestras víctimas.
-Doctor, mi vida es un castillo en
las nubes. No sé, es como si no perteneciera más que a augurios que yo mismo
invento. La realidad es un muro que choca contra lo que soy una y otra vez. Las
relaciones, la conciencia de las otras vidas, todo, todo aquello que alimenta
el laberinto de mi corazón, ha de pasar primero por el filtro de las señales y
de la magia. Soy, de algún modo, consciente de lo irracional de mi proceder,
pero para llevarme al acto, para mover tan siquiera un dedo, necesito que
ocurra algo irrepetible, como que ahora mismo el sol se refleje en ese charco
de agua sucia y deslumbre a ese repartidor de bebidas, evitando así el
atropello injusto de esa mosca que va despistada haciendo círculos en el
aire...
Cosas como estas han de sucederme todos los días, porque si no nada tiene
sentido, y si nada tiene sentido me aburro, y si me aburro enseguida me quiero
morir, y esto dirá usted que es malo, y yo estoy totalmente de acuerdo con
usted, doctor... Pero entonces ¿qué podemos hacer?...
Trato de archivar mis vivencias en
dos cajones acristalados, para que el olvido del interior pueda mostrar su
extravagancia. Como veis, la clasificación es en apariencia fácil.
En uno pongo mis alegrías: los
encuentros, los actos y las magias; en el otro las quimeras destruidas, el amor
en esqueleto de muerte, los vacíos siempre impenetrables.
Sin embargo, al repasar los informes
de vida, no paran de traspapelarse sentimientos, y la firma cáustica de la
soledad me resulta a veces la mejor compañía, y la indiferencia del prójimo una
excusa sin retorno para establecer mi propia indiferencia, y la rabia un simple
espolear de mi entusiasmo venido a más porque crecen paralelos y a la vez
enfrentados, tal es su simbiosis.
En este archivo, todo acaba por
estar más desordenado; lo que me lleva a concluir que la burocracia en el amor
es otro ejemplo pernicioso de la desesperanza humana –mi desesperanza- (y la
conciencia del asunto la mordaz resistencia del instinto de vida borracho de
terrores pero en pie...).
Cuando te pusiste en camino, ni
siquiera pensabas en llegar y sin embargo nada, porque adelantarte
consecuencias nunca fue un asunto primordial para mí, aunque te dedico la
no-primicia de que llegar, así llegar y ya, no es suficiente para el amor, y
eso tú lo sabes bien, pero lo tuyo fue siempre llegar y ya... y ahora, por
supuesto, necesitarías otra excusa distinta para no tirarte ventana abajo o
incidir milagrosamente en la sangre y la gillete,
en fin, hay circunstancias evidentes que te lo piden, porque eres, a pesar de
tus máscaras, un tipo muy humano, porque tu vida consiste en llegar y ya, y
eres el mejor a la hora de llegar y ya... y no es por conformismo por lo que
actúas perennemente con desgana (en cuanto llegas), tampoco es desencanto
(porque el viaje te maravilla), sencillamente has entendido que hay personas
que no dan más de sí, y por ello caminas con el deseo a cuestas, y por lo
mismo, cuando llegas, te paras y desesperación.
Lluvia no fue una más. Ella te puso
en marcha en cuanto abrió su boca y allí te viste y la viste recogiendo
estrellas y palabras, justo antes del café cortado y las presentaciones y las
transparencias, y su apartamento delicadamente desamueblado, y sus labios sus
caricias su vientre sus lágrimas y todo lo demás que te hizo recorrer los
trechos los senderos los valles los atajos tan efímeramente, tan fugaz y tan
absurdo, tan locura.
Cuando Lluvia se despertó, tú nube.
Te halló vestido junto a la ventana y comenzó a sospechar que eras un necio sin
remedio; definición acertada y resumida. No obstante las virutas en su estómago,
la piel de gallina luminosa, los temblores más allá de su sexo, le recordaban
que aquello era amor y que estaba atrapada. Lo que no se podía imaginar es que
a ti te ocurrían exactamente las mismas virutas, la misma piel de gallina, los
mismos temblores... que jamás te atraparían, por estúpido, por volátil, por
cínico, porque lo tuyo es llegar y ya, llegar y ya, tan convencido estás de
llegar.
11-M
Guadalajara. Las puertas
se cierran. Como siempre voy arriba. Situación: la ventana. No sé qué azar y
qué casualidad, pero el tren se mueve. El paisaje es borroso (¿por qué nunca
podré dormir?). Las lucecitas de las fábricas y tantos y tantos almacenes...
¿De qué?... Quizá guarden soluciones para los problemas del mundo, o nuevas
epidemias de violencia y desidia. Mejor no pensar.
Azuqueca. Hoy parece no
venir la pelirroja de ojos tristes e inermes. El cuadro ha perdido su figura
más verosímil. Sin embargo qué utilidad la de todos esas caras... Duermen,
observan o leen o hablan o meditan... anónimas, conocidas por horarios y
rutinas, como sombras diurnas que amanecen en un vagón de sueños sustanciales.
Meco. Es curioso lo de
la claridad. Se enrosca al cielo y no lo suelta. Tengo ganas de sol, y de
parque. Pero el trabajo, y las citas, las malas trascendencias... ¿Por qué?
Álcala-Universidad. Qué
pocos suben hoy. Será la huelga (el destino), o el acuerdo de los despertadores
para retrasar las existencias... Creo que sí. Pero bueno, el amanecer se
prepara y yo sigo sin poder dormir, y la altura de aquellos edificios es
enemiga natural de aquellas casas bajas que afloran a ambos lados de las vías
como campos inventados de ladrillo y hierro.
Álcala. Cuántos ojos y
cuántas legañas en los ojos. Espere señora, que quito el abrigo... Ya.
Los asientos se completan. Hay más ruido, más volar de papeles, más
conversación y menos introspección. La visión se transforma, y la bruma muerde
la luz artificial deshaciéndose a cada segundo en mis recuerdos.
Torrejón. Esta tarde he
quedado con ella. Tuve que insistir, pero accedió. Me gusta mucho: sus labios,
su mirada, su modo de decir que la realidad es chunga y su entusiasmo contraindicativo.
Ahora aquella nube me distrae; pero enseguida vuelvo a su contorno, a sus manos
nerviosas, a la belleza de sus actos, el sentido de su cuerpo acechando otros;
el baile futuro de los dos... Besarla.
San Fernando. Alguien se
ha dejao el periódico. Electoralismo. Más muertos en Irak, más en
Palestina; la catástrofe de Haití... Viviendas inconmensurables... Mujeres
maltratadas... Ganan los mismos y es igual. El chiste es un asco, y el
crucigrama ya lo han resuelto. Sinopsis del presente: qué mal andan las cosas
de la vida.
Coslada. Un niño
contempla a su madre. Diversidad. Un tipo encorbatado sentado entre varios
inmigrantes con sus monos, sus bolsas y sus diálogos ininteligibles; y allí,
una muchacha sudamericana explicando a una amiga el valor de la tolerancia y la
igualdad. Rebeldías. Luego están aquellos ancianos, que se quejan y sonríen con
el mismo mecanismo cultural: la aceptación. El clavo ardiendo de su humanidad.
Cuántas realidades dentro de un solo espacio.
Vicálvaro. Estoy alegre.
El día es más palpable ahora. Desde las grúas de la construcción hasta las
siluetas de las montañas... los horizontes son. Ha habido cambio de roles, de
posturas, de posiciones; unos se han ido, otros no; otros novedad... Como en un
juego de asientos libres que a pesar de todo desencanta por la ausencia de
música y complicidad y...
Sta
Eugenia.
En frente de mí, dos mujeres serias hablando de cosas serias. A mi lado, un
señor con canas y bigote leyendo una biografía de Rimbaud, capítulo 3, linea X:
“Cuando la desesperación alimenta la sangre y hace frío”. Al otro lado
bloques de ciudad creciente, y árboles derramados como pequeñas consignas
deshojadas en medio de un ovillo de calles y farolas y conformismos. Soledad
insomne. Aires viciados.
Vallecas. Qué mala
perspectiva. Acabo de escuchar que el fundamentalismo español ganará nuevamente
las elecciones. Qué atroz es el olvido, la no memoria; la mar oscura, la
dejadez y la mentira, el apoyo a un conflicto, a la muerte, y un etc de causas
sin consecuencia aún. ¿Aún?...
El Pozo. (Lágrimas y besos para las víctimas)
Mientras camina, advierte que el
cordón de uno de sus zapatos se ha desatado. Quiere seguir; tiene prisa. Pero
también tiene miedo a pisarse el cordón y caer en medio de la calle. Qué hacer.
No puede atarlo y al mismo tiempo continuar. Tal vez a la pata coja. Levanta el
pie. Intenta con ambas manos. Imposible. Le falta habilidad e ilusión. Cruza la
acera, un semáforo en verde, el cordón se zarandea de un lado al otro, esta vez
casi lo pisa; y siente angustia. ¿No sería mejor detenerse?... Algo le dice que
no. Ve cómo el cordón a veces se enreda en alguna arista del suelo. Sólo piensa
en llegar cuanto antes. ¿Adónde va?... ¿Dónde se dirige?... Qué importa. Si se
para todo habrá terminado. Calcula las reglas: ¿Por qué existirán zapatos con
cordones que se aflojan; por qué nadie habrá ideado todavía un método infalible
para innovar nudos mientras avanzamos sin más hacia donde pretenden nuestros
pies...
Las preguntas le distraen. Una
señora le avisa del cordón desatado. Hace como que no lo oye. Pero la voz de la
mujer más que un aviso parece una amenaza o una maldición. Todo chilla a su alrededor;
al final se caerá y se hará daño. Una espiral de consecuencias irrumpe en su
mente. Sus piernas flaquean al anticipar. El cordón se dobla y se retuerce más
y más vivo. Sin embargo, mientras camina, advierte que el cordón del otro
zapato está ahora igualmente desatado.
Ve cómo los dos cordones se
acarician se anhelan se tocan. Entonces se calma. La angustia se ha ido. Ya no
tiene miedo a tropezar. Y cuando tuerce por la esquina de la calle y contempla
ese mar subversivo que se extiende hasta unirse con el cielo azul, comienza a
correr, en tanto se libra de sus zapatos con la misma facilidad que aluego
irá demostrando con su ropa su identidad y su dolor.
En un banco cualquiera de un
parque cualquiera, dos siluetas permanecen en silencio. Aun lado un anciano; en
el otro, un niño.
El niño mira al anciano y el anciano
dice: ¡Qué!...
Luego, tras una pausa sencilla, por
una confluencia cósmica y mágica que se repite desde la antigüedad a los
presentes, el niño le pregunta:
-¿Me cuentas otra vez la historia
del dragón y la princesa?...-
Y al anciano se le iluminan los ojos
borrosos como un libro de tapas oscuras que alguien abre...
LAS MOSCAS
Un
jirón de nubes descansa sobre las montañas que rodean al pueblo. Ya es de día,
pero el sol aún no ha logrado despertar a la niebla que, con todo, retrocede,
como si fuera alguien –y no algo- mecida por una mano invisible a punto de
salir de un sueño fértil a una realidad indistinta. El cielo gris se deshace en
círculos infinitos que permiten que el azul abrace el aire y se cuele hacia
abajo para respirar entre las jaras y el brezo oscuro que se extiende por las
laderas de la sierra hasta donde empiezan a alzarse los pinos y las peñas
altas. El pueblo está vacío pero no. Suenan los pájaros carpinteros con los
primeros ecos del otoño, y el viento frío del Ocejón se lleva los últimos rastros del verano a pesar de que el
calor todavía resuelve la soledad de las piedras desahuciadas de pies que las
pisen y con suerte las muevan.
Es
diecinueve de septiembre...
Siento
que aquí lo natural tiene más fuerza que lo artificial. Ahora mismo casi
imagino que la hierba y los bichos se cierran alrededor de estas casas y estas
calles –que resisten apenas-, y que todo se perdería, se extinguiría al más
mínimo movimiento de la naturaleza y de sus procesos inconscientes.
Las
grietas se adueñan de las paredes. Brotan musgos y tallos en cualquier rincón
olvidado por las sombras. Arañas y hormigas se desentienden de la tierra y
prefieren la cal y el alimento que se pasea por las cocinas y las ventanas que
dan a los jardines. Se tiñe de verde vacío el ensueño de los muros y los
tejados. Rezuma olor a humedad el
alegre presagio de una chimenea encendida. Un coche aparcado delante de la
puerta borrosa; una fuente de la que brotan matices de ausencia y agua. Hasta
el próximo verano no volverán los tractos humanos: el tambor de las
conversaciones en el Bar, los niños
destilando libertad encima de sus bicicletas con madres cada vez más
preocupadas de que se lastimen las rodillas. Una rueda de estíos en la cual leo
los cambios pertinentes: el abandono invernal y las primaveras vacacionales del
eterno retorno. La escalera impura que se precipita hasta mi infancia.
El
pueblo regresa a un estado de incertidumbre y nostalgia. Parece huir, como yo,
del presente. Encuentro dos conceptos enredados en mí, abrazados poderosamente
a mi identidad: ella y el mundo. Laberintos emocionales que me empujan
hacia la raíz de la lógica clandestina. Su rostro convertido en otro. La
eternidad pisoteada en un instante. Un árbol de viento desenreda espirales en
mi mente para restaurar la utopía extraviada: la luna y la estrella.
Arde, mientras miro las montañas, su recuerdo y su calor, su presencia en mis
rutinas. Soledad buscada para resarcirme de la confusión. Soledad reinventada
después de tantos abismos de la piel.
Dicen
y es verdad de la importancia de las relaciones. Pero el concepto de amor no es
estático, muta como el tiempo que lo envuelve. Se fija un día en el calendario
en el que todo se rompe a nuestro alrededor, en el que el mundo declina
simplemente porque alguien ya no nos quiere como antes, porque escapa de
nosotros y de nuestras mañas, y a partir de ahí, de lo que se marchita y se
parte, sólo queda salir, de esa irrealidad dudosa en la que todo se duerme y se
para. Hay que aprender y entender lo que ocurre; pero sobre todo resulta
necesario seguir.
Los ojos recorren el baile de las
nubes hasta el camino que lleva al cementerio. Alguien avanza en mi dirección.
Ya distingo quién –del rescate infalible de la memoria-. Es la Tía Braulia: la
hermana de mi abuelo.
Vestida
de luto, salvo el blanco desprecio de su pelo y sus cejas, quiere sonreír,
entre las incontables arrugas que atestiguan profundas esperanzas y desdichas.
No sé si me habrá reconocido; creo que sí. Se acerca, con una mano apoyada en
un bastón, zarandeando suavemente con la otra una ramita de roble. Algo
arrastra en su caminar lento. Decenas de moscas la persiguen sin tregua. El sol
aparece para realzar con más firmeza esta nueva realidad de la voz de mis
reflexiones. Así es como ocurre de pronto: la realidad.
-Buenos días Tía... ¿Adonde va
usted?... A dar una vuelta ¿no?...
-Pues qué si no, hijo... Hay que
moverse... Que si no se queda una oxidá... Todos las mañanas, temprano,
voy a ver un rato al Tío al cementerio.
Su mirada se cristaliza un momento
para después continuar temblando.
-Pero y tus padres, y los abuelos...
¿No han subido contigo?
-Que va... He subido yo sólo, a
descansar...
-Y cómo están todos... ¿Bien?
-Van tirando, como se dice. Están
bien.
-Les das recuerdos...
-Claro Tía.
-¿Y cómo te subes tú sólo?... Si
aquí ya no hay nadie.
-Ya ve... Tengo una semana de
vacaciones y no me lo he pensado.
-Muy bien me parece. Aún hará buen
tiempo unos días. Si no fuera por estas malditas moscas. ¡Qué pesadas, oye!
Esta última frase se dibuja en sus
labios ajados y permanece prendida en el aire. Una mosca se mete en su boca,
pero la espanta justo del azar retornando ésta a la seguridad de la multitud.
-La verdad es que lleva usted mala
compañía. No la dejan ni un segundo.
-¡Ay, hijo!... Estas moscas son muy
listas; entienden mis arraigos y mis males. Yo las conozco también. La gente de
campo comprende mejor sus costumbres. Si las moscas se vienen conmigo, es
porque distinguen en mí la muerte; me la traen.
El zumbido parece perfilar un
anonimato inexistente. Explica por sí mismo.
-Así es- Continúa la Tía Braulia- Cuando
se murió el tío, una parte mía murió con él. Desde entonces ya no soy la misma.
No puedo interpretarlo, pero Ella me
acecha...
Ella, subrayo para mí,
aturdido por las coincidencias.
-¿Quién te acecha, Tía?- Pregunto
consternado.
-No te lo digo... La muerte... Sí,
¡la muerte!... A veces es simplemente una sombra que irrumpe al mediodía, o una
ráfaga de viento que entra en la cocina meneando los pucheros y avivando las
ascuas; otras se vale de lo vivo, enviándome estas compañeras incansables que
me susurran al oído el más allá.
Sus ojos se abren al destapar sus
ideas, y estas resbalan hacia el suelo. Yo no sé cómo contradecir sus
sentimientos, su soledad, su intención... Tanta sensatez. Con todo,
inútilmente, trato de razonar.
-Pero no diga usted estas cosas.
Sin embargo, la Tía Braulia, la
hermana de mi abuelo, ya se ha echado de nuevo al camino, cimbreándose
despacio, como una barca insondable. Aún se gira para sonreírme y resistir.
-No hagas caso de esta vieja, hijo,
que ya no sabe ni lo que dice; pero juzgo que las personas no deberíamos vivir
tanto, que nuestro tiempo no debería ser tan abundante, acumulando ausencias y
fotografías de ilusiones, empujando al cuerpo a durar y durar; esto es así, no
lo dudes. Y ahora no te olvides de venir a verme, que no sean únicamente las
moscas las que pretendan averiguar de mí.
Hasta el viernes estamos solos los dos en el pueblo. Tu primo Paulino
anda por ahí con las cabras y me paso el día sin hablar con nadie.
-No te preocupes Tía. Esta misma
tarde voy.
-Bueno, hijo… Que tengas buena
mañana.
-Lo mismo le digo, Tía… Y tenga
usted cuidao.
En su cara asoma tímidamente una
alegría contigua, reflectada en los colores del paisaje, en el tacto del aire y
la tierra.
-¿Te has fijado lo bonitas que están
las montañas?- Afirma casi con esfuerzo- Este otoño va a ser de lluvias –Añade-
“Otoño de lluvias… Primavera de flores”.-
Mis pensamientos se acomodan a los
suyos. Percibo una extraña paz en el fondo de sus palabras; como si el filo o
el significado de su mensaje hubieran cortado la silueta precaria del ayer. Aún
se escuchan los chirridos de su optimismo inconmensurable, encerrado tras el
luto, forcejeando con la destrucción de la existencia.
Y
al seguir hacia delante, las moscas regresan al misterio (varias se quedan
conmigo), mientras la Tía las ahuyenta sin
ganas con aquella ramita de roble.
En el decurso de una mirada, una
baldosa sin bordes es la visión.
Te
puedes sentar ahora en un banco de madera; estirar el cuello; comenzar...
Con unas tijeras mentales, a la gran
pantalla que ves y fotografías, le recortas ese armario, la solicitud
electrónica de adquisiciones, la gorra de hilo, el boli, el cuadro de Klee, la puerta entreabierta y el color que la
realidad azulea o anaranja de refilón.
Luego acudes a la generalidad, ya
que los detalles no interesan. Techo suelo y paredes caen bajo la inocencia del
filo, y la actividad de tus manos presupone un fin injustificablemente al fin.
Es entonces cuando alcanzas la
esencia de la baldosa. Con un clip metálico reúnes los recortes en un archivo
de olvidos que no cesan...
Y allí, más o menos a la mitad de
ese segundo dúctil, tus ojos definen en el aire un mar de olas cautivas.
INSOMNIO
Lo curioso es que se despertó y tuvo
la sensación de seguir durmiendo. Por lo demás, todo parecía mantener un orden
lógico de rutina: micción, mueca desconcertada en el espejo, café con posos y
cigarro bronquítico, ducha con relente y proceso de secado.
Luego viaje a la oficina y llegada a
la oficina; nada destacable en ocho horas, salvo un comentario incongruente de
Paula, que aseguró barajar un método pragmático para acostarse con cualquiera,
y la posterior propuesta de Julio, que postuló ser ese cualquiera que buscaba.
El resto del día igual que siempre.
Bueno, sólo que al irse a dormir tuvo la sensación de seguir despierto.
Y de
hecho lo estaba.
Aquel jirón de luz es la realidad.
Uno sueña; se sumerge en lo soñado... Uno ríe, dentro del túnel de sí mismo,
abrazado/a a una almohada o con suerte a un cuerpo amado.
Luego el despertar es todo. Tus
zapatos no tienen suelas, los gritos interrumpen la alegría, y cuando nos
queremos dar cuenta ya son las siete de la tarde, y aquellos deseos que
flotaban en una estela de dedicación y optimismo, permanecen mudos. Los ojos
rebotan entonces en ti. Nada llega hasta tu boca. La sed es tangible y los
sucedáneos marchitan tu salud. Recuperas los cachitos de amor y bondad que hoy
se han ido cayendo de tus bolsillos rotos. No hay hilo suficiente para coser
ciertos abismos; pero tu corazón es multimillonariamente bueno, y ya empieza a
preparar la maravilla:
Alguien te llama. Quizá seas tú
quien lo hace. Las palabras curan, alivian; sin embargo a veces, el viento se
las lleva; pero más que el viento es la mentira quien sopla. Después de un
minuto, dos... limpias tus pies de barro y caminas. En el cielo una estrella
pasa. Le pides entender todo aquello que no entiendes; y ella sí que no
entiende esto. Te lo dice: no te entiendo. Y justo ahí, en ese instante único,
descubres la flor que dormía en ti, que se abría en tus presagios, y siguiendo
la migración de las garrapatas, te acurrucas en su caricia azul contemplando
cómo se trasforman las cenizas de la muerte en un surtidor de vida a 0´96
céntimos de ilusión el litro.
REPÚBLICA DE COLORES
Nació.
Creció. Y decidió, después de vivir un tiempo, que la vida no le gustaba (así
lo sentía)...
Por ello
adquirió para él y sus amigos(as) un cacho de tierra en una región X del mundo.
Aquel lugar sería su república, independiente de cualquier estado o traza
cultural, y ajena a cualquier ley conocida o ignorada.
Para
formalizar su situación y no provocar ningún conflicto, se votó en referéndum
acudir a las Naciones Unidas a presentar, bajo la firma de todos los habitantes
(en ese momento seis personas), la resolución 10034K, que reivindicaba que se
respetara la autonomía y la libertad del territorio. Nada más; salvo una
minúscula cláusula en la que se establecían dos afirmaciones rotundas (en sí
mismas):
Primera: “Dentro
de la república un individuo es absolutamente igual a otro individuo...”
Segunda: “Aquel
individuo que intente conquistar una parte de la república, o su totalidad, o
un bicho o una planta o una brisa o una piedra, etc, perderá al momento los
bienes propios en beneficio de la anarquía natural de los que allí viven.”
En la O.N.U. no se lo podían creer.
Las risas invadieron los rostros de los portavoces de los distintos países, que
se sofocaban. Hubo tres infartos, una reyerta de insurgentes. Se subían por las
mesas, gritaban, se tiraban de los pelos; discutieron durante días, buscando
soluciones decorosas. Y al final, les pareció tan absurdo, que la aprobaron,
unánimemente, sin vetos, entre grandes carcajadas y chistes y frases como
dejadles, concededles el derecho, que sí, que sí... pobres locos, qué sabrán
ellos de manejar o dirigir... Incluso les auguraron el apoyo de los ejércitos
en caso de guerra.
Desde
entonces la humanidad es otra.
Sucedió que cada vez que la avaricia
llamaba a las puertas de la república: las multinacionales, las madereras... o
los odios hasta dejarse los nudillos, o las frustraciones con su mochila de
fatigas, o el rencor hilvanando malas circunstancias; o se arrancaba una flor,
o se escupía al mar, o se maltrataba a una nube; cada vez que se elegía el
dolor en vez de la alegría, la república filtraba transformaciones, y teñía de
bondad y hacía suya la estela de pasado y la sustancia de lo que llamaba; y
crecía en respeto y en fronteras...
La
gente acudía allí y se quedaba...
No
había lucha; sólo aceptación...
Y resultó
que la pequeña república se convirtió en toda la Tierra, sin hemisferios,
sin distinciones, sin derramar una gota de sangre; al menos hasta el día de
hoy: 13-3 en mi cabeza...
EL HOMBRE AL QUE LE GUSTABA SUBIR ESCALERAS
Era un hombre extravagante de lo más
normal. Salvo su mirada –que quería ser un colador de impurezas e imágenes-, no
existía nada en él demasiado extraño u ostentoso; si bien, su intención
consistía en pasar desapercibido o integrarse en el contexto o fundirse en
contornos de retóricas y actos. No obstante, había algo que le desviaba siempre
de sus intenciones: y es que le gustaba enormemente subir escaleras.
No se podía resistir. En cuanto veía
una escalera le asaltaba un impulso incontrolable que le arrastraba hasta el
primer peldaño. Así, cuando las circunstancias de rutina le llevaban a subir
por una o por varias, se ponía verdaderamente contento, pero cuando simplemente
caminaba por la calle y de pronto advertía esa silueta jurásica de escamas y
mármoles, de barandillas y espirales y retazos, se alzaba en él una fuerza y un
deseo y tenía irremediablemente que subir (y entonces la consulta al dentista,
la compra semanal, la visita a esa o esta colección de retratos surreales...
sufría una nimia variación y todo había de esperar).
El
tamaño de la escalera nunca le fue significativo. Le daba igual subir escaleras
de mano que escaleras de caracol, escaleras sin fin que escaleras de cinco o
seis peldaños. No estaba en este sentido acuciado por prejuicios o
preferencias; todas acudían a sus ojos lindas y misteriosas.
Sin embargo, este inocente juego de
entrañas y arquetipos, de emociones y energía humana, presentaba un leve aunque
insoslayable problema: y es que al hombre le gustaba enormemente subir
escaleras, pero le asustaba más aun tenerlas que bajar; cosa inevitable
y que perennemente olvidaba...
Como aquella vez
que subió a la torre del Ayuntamiento...
y
hubo que llamar a la policía y a los bomberos...
negociar las condiciones de bajada...
hasta que dos voluntarios
descendieron con él entre poleas y arneses...
mientras le decían mimos y le secaban las
lágrimas.
Delicada (el control de un silencio
en lucha con la vida), ella reconoce a duras penas que vino hasta mí aquella tarde
en Caí (Cádiz). Ahora lame mis ojos con la punta de su lengua mientras dice que todo nuestro mundo es una
especie de orgasmo visual. Efectivamente y no, le digo; me hiciste cosquillas
en los pies, gracias; pero el placer de cada uno es el placer que existe en
cada uno.
Después de amontonar catálogos
enteros del Bershka y del Zara en el piso, viste sólo unos
calzoncillos anchos envuelta en una enorme bufanda azul. Qué locura a veces...
Y abismo impropio... Como la premonición que prefiero siempre a la esperanza.
Desconocer su nombre es motivo de júbilo. Saber únicamente un encuentro casual
en la cafetería chica de la
Calle Carrión. ¿Tienes fuego?... (aquella excusa). Tomar
una caña en soledad es tan triste como oír una queja absurda... (mi
comentario). Cuando me volví de mí mismo y de aquella nostalgia de otros, aquel
rostro duro pero de niña bastó para regresarme por segunda vez. Su voz y luego
su cara. Fue un doble sentido y una sensación tentadora. Hurgué en mis
bolsillos y estiré la mano con el mechero. El cigarro temblaba en sus labios.
Aquello debía ser la felicidad.
En esta segunda ocasión hemos ido
aun más lejos. Desdeñar las costumbres amatorias se nos da bien. Aquel primer
día no pasó de un deseo tenaz controlado por el vaivén lejano de las olas.
Apenas yo me mordía el corazón en silencio, y su desinterés era un signo
evidente de vacío.
Hoy, sin embargo, nos encontramos en
otros deslices emocionales, y la situación es también distinta. Nunca comprar
el pan fue tan intenso ni tan natural. Entré en la panadería del barrio y allí
estaba ella. El aire olía a delicias: su mirada reciente, en vapor inerme y
premonitorio, la cara de incredulidad... <<¿Qué pasa illo?...>>.
Y después unos pasos mediando en lo inconcreto; oportunidad plausible que yo
hice mía.
Cuando ella se cogió de mi brazo,
los antecedentes de te invito a comer que ella aceptó con una sonrisa ambigua,
me hicieron prever tormentas y archipiélagos en el horizonte. De este modo me
fue posible explicar el extraño temblor que hizo que mi otro brazo dejara caer
la barra de pan en la primera esquina invisible que nos inventamos. Jamás, tan
mayor, me había sentido más niño. Deslices emocionales, como decía. Por lo
pronto no quiero entender. La necesito y ya está... Las barreras no se amontonan.
Existe amor y existe respeto. El amor es ser parte de ella, acariciarla por
todos los rincones, concretar ternuras, hablar bajito al viento, coincidir sin
palabras, sincronizar ritmos y, a veces, hasta lágrimas... No es simplemente
sexo, es recordar instante tras instante desde el momento elegido, y llegar
hasta el fondo de sus entrañas, para enterrar allí lo que se entierre. A su
mente no podré ir tan dentro (la mujer es inexplicable). Pero en su corazón hay
un código que si se sabe seguir vale más que tú y que nada.
Tardamos poco en cruzar las dos
calles que nos separaban de mi casa. El resplandor de los escaparates no
impedía que el sol cobrara fuerza allá arriba. Ella iba diciendo <<¿Y
qué vas a prepararme entonces?...>> ... Y el sonido de los coches,
tanto bullicio recostado en las aceras, quedaba por detrás, en el fondo de
aquellas sensaciones inflexibles que se inventaba mi imaginación. El color de
su pelo, el delfín tatuado al final de su espalda, el zig-zag de sus
piernas, todo aquello no podía ser real.
Y sin embargo sí lo era; y lo es,
porque sigue ahí, envuelta en su bufanda azul, zarandeando el aire y mis
cuarenta y pico años con su juventud prometedora. Y yo que pensaba que
era yo como un muerto en vida, y ahora me crecen flores entre los dedos en
tanto que mi corazón se pregunta cuando abriré su jaula.
Mírate. Tu cara condiciona respuestas inútiles en el espejo. Sacas tu
mejor mueca y él te devuelve a cambio un gesto de espinas y certidumbres con
legañas. Todavía eres joven, pero en tu mirada existe una vejez escéptica y
racional, como una flor en silla de ruedas o un atardecer mutilado en rojo por
una mina antipersona.
Mírate; y que no te avergüence el
reencuentro. Tus ojos pretenden decir amor y rebeldía, pero tu boca apenas
traduce soledad y conformismo.
Ahora
frotas con jabón ese sueño que aún permanece en tu rostro. El agua de lleva a
la vez la suciedad y la nostalgia, el dolor y la ambigüedad, y lo único que
cubre tu piel es un vacío que comienza en la punta de tus pestañas y que
termina en el agujero del desagüe.
Mírate, sí. Tienes ojeras y resaca y
un lastre de noche que te dura todo el día. Secas cada gota y la conservas
dentro de ti. Tu necia pre-convicción de lo humano no te sirve en este
cristal silencioso, y aunque no lo creas agitas brazos y consignas mientras la
quietud del mundo se refleja y te engaña.
Mírate, hermano. Nadie puede borrar
lo que siempre fuiste sin saber; ni siquiera tú: ni tu corazón-espiga, ni tus
pasos-surtidores, ni tu voz incandescente. Por debajo de lo que ves, se asoma,
tierna y frágil, la utopía...
Y así vas acertando cogniciones, te enfrentas a identidad y a desenlace,
envuelves tus manos en toallas de obsesiones, sin temer, porque el miedo
huyó... porque es cobarde; y al fin descansas y descargas tus deseos y locuras:
tu imagen rompiendo el soborno existencial que los añicos ahogan alimentando tu
voluntad desnutrida pero sobreviviente.
PECES
El cepillo marcha en línea recta y concisa hacia uno de los lados de la
calzada… (…Claro está que el caos no
dispone del mismo capricho para todos los elementos que lo componen…).
Los peces –algunos todavía vivos- se retuercen y saltan sobre el asfalto
mientras una fina lluvia alivia fugazmente su muerte prescindible. Otros cepillos van amontonando esta espera indecente
y funesta para despejar el flujo de la vida humana, fracturado desde que el
camión de transporte patinara al entrar en la curva, volcando inmediatamente
después y derramando todo su contenido sobre los carriles de una autovía de
entrada a la ciudad. Peces…
Por el sonido perpetuo e
intermitente que subsiste por debajo y ese juego de luces y sombras que
proyectan los colores de la situación, podemos descifrar que las ambulancias ya
atienden a los heridos. Hay que fijarse primero en el conductor del camión,
rodeado por un enjambre de especialistas nerviosos, completamente inmovilizado,
con su máscara de oxígeno y vía intravenosa para paliar el dolor y el shock lógico, llevado de la catástrofe
entre ánimos mimos y esperanzas. Lo mismo sucede con el resto de personas
involucradas en el hecho accidental, a pesar de las consecuencias fortuitas que
cabrían analizar y matizar; como el susto, los rasguños dibujados en la piel
por los cristales, los airbags
aplastando un rostro, el crujir de la chapa retorcida de un coche, dos, que no
pudieron frenar a tiempo, y por detrás –como una fiera creciente e irracional-
la enorme cola de vehículos, sujeta por las autoridades competentes del
tráfico, que cae más allá del horizonte lejano, donde un sol naranja irrumpe
entre nubes oscuras con intención de iluminar los transcursos de la existencia
y en concreto para ampliar la conformidad de las perspectivas crecientes.
Así, casi en segundo plano, queda el
gesto frío del cepillo llevado por el brazo municipal que arrastra y barre los
peces. El servicio de limpieza es eficaz. Tal vez más aun que cualquiera de los
otros servicios que se dan cita en este instante. Ese brazo, cuyo impulso
comedido nace con posterioridad a la conciencia segura, conduce a su dueño a un
continuo inexistente; a una oscilación de la realidad descrita. Una manguera a
presión ayuda a acelerar este presente inventado, construido, henchido de
pensamientos, de responsabilidades, de causas y efectos, casi inalcanzable para
las emociones que brotan de la acción que como indicamos consiste en arrastrar
y barrer los peces; acción forzada por la misma conciencia que, al mirar por
encima de aquel puñado de casas bajas, descubre la posición del río y por tanto
la cercanía de una posibilidad obviada, insegura, pero tolerable.
-Oye, Pablo – Afirma a un compañero
que trabaja cerca de él - ¿Hay una cosa que no entiendo?
-El qué no entiendes, Raúl?
-Y todos estos peces… ¿Por qué se
les deja morir?
Se escucha como un murmullo de
prisas acumuladas y retrasos. El motor de millares de trasportes, sin aparente
fin y en punto muerto, las conversaciones y las llamadas de móvil, la música
entremezclada chocando con el silencio que viene del campo, aquella extensión
que alcanza las montañas y que parece transmitir que la tranquilidad del
paisaje es invencible (con cierto amargor de por ahora), pese a nuestros procesos evolutivos desmesurados.
-No sé a qué te refieres. –Responde
el compañero, quizá más concentrado que el otro en su trabajo.-
-Joder… Me refiero a que estos peces
no tienen culpa ninguna del accidente y sin embargo nadie hace nada por ellos.
Es injusto ¿no?...
-Visto así…
-Me resulta cínico desperdiciar
tanta vida…
-Venga hombre –Afirma el compañero
mientras se afana en despejar otro par de metros de calzada.-No es para tanto
–Añade-.
Al escuchar aquellas palabras
aprendidas, en la perenne levedad de los sueños superficiales, su corazón se
indigna, no comprende. Trata de averiguar alguna ecuación para el olvido, en
tanto el brazo perpetúa aquel significado de la reflexión ajena.
Los peces, la entidad formada por
aquel conjunto de casualidades y desdichas, se mueren. No existe más, no hay
defensa para este hecho. Sólo algunos resisten respirando el agua acumulada en
algún bache, convertidos en espasmo del tiempo improvisado, con los ojos fuera
de las órbitas, moviendo lentamente las agallas, generando burbujas de asombro
con la impiedad de sus bocas desahuciadas.
-Espera… –Dice, ya para sí, en ese
espacio donde nacen los pensamientos íntimos.- Sí que es para tanto.-
Entonces, solamente entonces,
desesperado por las contradicciones de su ser, imagina otra escena distinta. Su
mirada se parte, no viaja, dibuja una ilusión. Una fila ingente de personas,
organizada confusamente por conductores, policías, bomberos, sanitarios,
operarios de la limpieza, y un etc desconocido de caras contiguas, va pasándose
de mano en mano y uno a uno, el hilo feliz de peces. La fila marcha de la
adversidad hasta el río; una cadena de esfuerzos para conservar la vida. El
movimiento poderoso de la voluntad y la acción humana, desplegada para sofocar
todas las incertidumbres. Solamente entonces el brazo se para.
Sin embargo, pese a la magnitud de
su fantasía, pese a forjar otras posibilidades, una palmada en el hombro, un
gesto suave de concilio, le devuelve a la realidad incomprensible, al peso del
aire y las circunstancias.
-Vamos que nos vamos, nene.-
De pronto distingue que todo vuelve
a funcionar. Acaban de abrir los carriles al tráfico. Las ambulancias se alejan
en la distancia como lucecitas de escarmiento que se extravían en la memoria.
El ruido de los vehículos se apodera de todo. El caos se desplaza otra vez;
tiene prisa; llega tarde y con nervios. La verdad dobla su minuto, recoge el
puesto de las maravillas posibles, y se marcha sigilosa por el lado contrario
al que vino, algo disipada, fingida, irreal. Luego el sol es una bola naranja
que sube por las escaleras invisibles del cielo, cuando las montañas parecen
retroceder ante esa luz tenaz que no parará de crecer hasta el mediodía,
empujada por las caricias del aire, por la suavidad del viento.
Fatigado por el trabajo, acepta un
cigarro del compañero y se apoya en el camión volcado sobre la cuneta. Lo
enciende, asumiendo el amargo sabor de la magia perdida, de esa angustia visible,
improvisando sensaciones intermitentes, mirando fijamente el montón de peces
muertos; aquel absurdo que ha despertado por un momento en su interior la
frágil comprensión de las prioridades humanitarias.
Comprendía tanto su mente, que
cuando le preguntaban qué sentía al iniciar sus viajes espirituales, él
respondía dibujando sobre la tierra la sombra de unos duendes diminutos que se
reían de sí mismos y le cambiaban las conexiones del color la forma y hasta el
número del carnet de identidad.
IDAS Y VENIDAS
Un día que iba y venia hacia ninguna
parte, que iba y venía, que iba... me encontré contigo; y desde entonces tus
ojos, aquella nube en espiral del cielo, y ese reloj de mar con traspiés de espuma;
desde entonces alegrías, tiempo hipnotizado, alfombras para sueños zurdos,
franquezas y también fragilidad.
Ahora, porque no tengo otra cosa
mejor que hacer, te quiero todo el día, y por las noches me trabajo las
rutinas, y pienso en lo borroso y en mis nervios (pero ya no quedan uñas que
morder). Ahora, que soy más yo mismo y más otro -paradojas de la vida y de la
muerte- me pregunto por tu piel y por tus pasos. ¿Quién será el afortunado que
te huela en este instante, y te rodee con alientos y caricias?... ¿A quién
habrás adjudicado el relente de tu estela y el cuidado de las horas grises?...
Aún
recuerdo la mañana que dejaste de existir y sin embargo yo. En un balcón de
enfrente una niña deshojaba una flor con sus deditos, y abajo, en la calle,
todo parecía silencio y quietud. Modo real.
Te
levantaste. Luego fuiste al baño. Micción, ducha, abandono en el espejo. En la
radio de los vecinos sonaba una canción de Gilberto, y el sol de aquel junio
predecible más que un cuerpo celeste era un espíritu ansioso (premonición a
gritos). Después te enroscaste las bragas. Viniste hasta mí y me besaste
fríamente (estabas decidida). Preparaste café para los dos y unas tostadas de
pan duro. En aquel momento sonreías (¿te sentirías libre?). El hechizo que
creías que te ataba a mí se había roto, y empezabas a sacar tus conclusiones; y
yo enamorado de ti sin sospechar que en tres minutos todo acabaría (-3
minutos)...
Te
vistes (-2´10). Recoges tus cosas sin pretender (-1´35). Sales al balcón y la
niña... Gilberto calla (-0´59). Lágrimas que explican y no cesan (-0´44). Un
abrazo y seis palabras (-0´6). Y la puerta se cierra tras de ti (0 o Ф) ...
No te
he vuelto a ver. Sin embargo te busco extrañamente, sin ir a donde sé que
estás, sin llamar a tu número, sin pensarte de verdad, sintiéndote de refilón
pero a cada segundo, manchado de ti, con tu cuerpo ausente en mi tacto, con la
mirada fija en tu foto, con mi corazón hablándole a tu no-presencia, una forma
de amar tan distinta y tan válida (mi amor como un gato en mi estómago
revolviéndose contra mí).
No te
necesito, porque te tengo. Y te amo así. ¿Por qué debería sufrir?... ¿Acaso no
es posible sujetar la realidad desde el olvido?... Mi desamor es simple: estoy
muerto; pero no me pasa nada más...
Sólo
que iba, que iba y venía, que iba y venía hacia ninguna parte... y te
encontré.
CONSUMO
La nueva memoria pertenece al
instante. La experiencia se reduce a un recodo, el tiempo se ilustra en un rally
perseguido por la sombra de la sociedad de consumo. Quien carece de la
habilidad retentiva a corto plazo, se convierte en soñador, pero en soñador
perdido en sus sueños. Las motivaciones van por fuera de la piel; son estilos
de identidad arrojados a la hipnosis colectiva que nos aleja cada vez más de
los prójimos. Las modas irrumpen en las vidas como un misterio primitivo que
nace en el corazón del engaño. Da igual cómo pienses o sientas el mundo. Desde
que eres un canijo/a aprendes a invertir y a ahorrar, a ser esencialmente un
cliente y un número, a bregar por los modos establecidos, con normas, valores,
roles y status. La confusión –te dirán- tienes que transmutarla en seguridad en
ti mismo/a y en deseo de superación.
No creas que aquí existe un porqué...
Y cada respuesta vale (como poco) 30
euros.
(Tal
vez por eso, cada día a las 6:20 suena tu teléfono móvil –función despertador-.
Y abres unos ojos extraños que pasan de largo en el espejo. Y te duchas con más
agua de la que necesitas (es un momento para ti). Y desayunas sin apetito
porque alguien dijo que es la ingesta imprescindible. Luego cuando aparezca el
hambre de veras, irás a cualquier máquina expendedora o a cualquier tienda de
comestibles, y te comprarás las delicias de las que eres sintomáticamente
dependiente. Después te vistes de un modo parcialmente predecible, cayendo en
el fondo del armario, en la escalera que baja hasta donde te olvidas de sentir
quién eres. Y pasas el día vagando del trabajo a tus ocios, espoleado por el
ritmo de tu horario y de tu agenda física o abstracta. Y mientras todo esto
ocurre, llueven sobre ti anuncios, ofertas, información de todo tipo, en
cualquier lugar, a cualquier hora –falacias y entelequias y demás artefactos y
fetiches-. Y no te da tiempo recordar a esa muchacha que te sonrió al otro lado
del anden, ni el color del cielo cuando regresabas tan cansado/a a casa.
Recuerdas en cambio el precio del coche que quieres comprar por encima de la
lógica, y de aquel abrigo marrón que según la simpática dependienta parece
estar hecho para ti. En el fondo no hay mucho sentido en tus elecciones, aunque
debes elegir y lo haces.
Tal
vez, también por eso, cuando sueñas, sueñas que eres libre; precisamente porque
no sabes lo que significa. Y a las 6:20 todo vuelve a comenzar de nuevo. Y
suena tu teléfono móvil –función despertador-.)
EMPATÍA
I
¿Cómo
ocurrió?... Era la pregunta.
Recordaba
fragmentos impares, diapositivas de miradas, imágenes recortadas de un fondo
general de la experiencia. Apenas nada y sin embargo todo. Todo era distinto:
su vida tranquila, su trabajo en el ministerio, su mujer, sus tres hijos, rood wailer, su BMV importado de
Alemania, los trajes, el chalet en las afueras, sus amigos frágiles, sus amigas
de la Casa de
Campo, las tardes en el café de Raúl, los fines de semana en Santander, el
organigrama de sus actos y expectativas... hasta retroceder al inicio de un
cambio radical y ya.
Aquella
mañana, antes de comenzar con los expedientes perdidos –tuvo que madrugar más
que de costumbre- salió un momento a la calle. Por entonces el sol se asomaba a
la tierra y garabateaba a su paso a un grupo de nubes con luz clandestina. Pudo
ver el amanecer entre dos edificios. Se sentó en unas escaleras próximas y fue precipitándose hacia la visión del
morado, el naranja, el blanco y el azul cada vez más intenso. Los colores
llenaban su cabeza de dudas... Se sentía feliz y vulnerable. Un quejido subió
desde el último rincón de su cuerpo. Y sucedió. Eran las ocho menos veinte. Tic
Tac... Una nube se alojó en su cerebro y desdibujó sus contornos...
Cómo
he llegado hasta aquí, a esta realidad que me empujaba desde cuándo... Y mi vida,
la que yo quise para mí, ¿dónde está?...
Imaginó
que vivía un sueño, que no tenía trabajo, ni mujer ni hijos ni perro ni BMV ni
nada; tan solo su pensamiento y sus manos.
Y
mientras caminaba hacia el laberinto de una ciudad de pronto desconocida, apagó
su teléfono móvil y lo arrojó a una fuente coronada con la efigie de Miguel
Hernández.
II
En
aquel vagón de metro, ella aguarda su parada. Sólo quedan tres. A su lado, un
tipo con gafas oscuras le mira el escote; y ella se lo permite, porque aún cree
en las labores humanitarias y en el proceso constante de generar deseo sin
frustración. Piensa en todo lo que tiene que hacer: ir al dentista, pasar por
la tienda de muebles, recoger unos papeles en la Oficina de Vivienda
Pública, quizá, si le da tiempo, leer bajo la sombra de un árbol (lleva en el
bolso un libro de cuentos de Cortázar)... y si le sobra media hora, visitar a
un viejo amigo que hace unos días reencontró y que para por las tardes en un
bar llamado La
Consigna. Le duele la muela, pero es un dolor que escapa
de su boca y que sube hasta sus sienes.
En un
momento el vagón se detiene entre dos estaciones. Se apaga la luz del interior.
La oscuridad es un hecho, y al ritmo de respiraciones nerviosas y quejas sobre
los servicios de la empresa, el ambiente se tensa y se dobla y se carga de
temores. Se escucha una explosión... El aire permanece quieto; pero las
personas no. Sucede una segunda... una tercera. Los cristales del fondo saltan
en añicos. Ha sido cerca. Una señora tiene un gran corte en la cara. Hay dos,
tres cuerpos inmóviles que no pueden, no pueden estar dormidos. Gritos...
Pánico... Expresiones permitidas: Tranquilidad... No ha pasado nada...
Mantengan la calma...
Y a
pesar de las estribaciones de los hechos,
ella continua allí de pie, agarrada a la barra de hierro, diciéndose que
no le alcanzarán las circunstancias para visitar a su viejo amigo... Y la
imagen de un armario con una luna de espejo en la puerta se tiñe por el hilillo
de sangre que cruza su rostro.
III
-Ramón, despierta.
-Hhhmmm... ¿Qué
quieres?
-¿Has oído eso?
-¿El qué?
-Creo que ha
habido una explosión
-¿Dónde?... Seguro
que estabas medio dormida.
-Que no; ven...
Asómate por la ventana. Al final de la calle hay humo. Sale del metro.
-¿En serio?... Pon
la televisión a ver si dicen algo.
-¿Preparo café?
-Sí, anda niña.
Ahora recojo yo la cama. Podíamos acercarnos después para allí.
-¿Qué habrá
pasado?... Tengo miedo.
-No te preocupes
corazón. Somos más gente buena que mala en el mundo.
-¿Y yo soy buena?
-Pienso que sí.
-Es que... Anoche
debía habértelo contado... Ramón...
-¿Qué pasa?
-El otro día me
acosté con un compañero de trabajo... ¿Sigues pensando que soy buena?
-Al menos posees
el valor de confesar que nuestra relación es un fraude; y lo anticipo por mí.
-Varias amigas me
aconsejaron que no te lo contara nunca.
-Ahí tienes de un
buen ejemplo de lo que significa la maldad
-¿Vas a
perdonarme?
-No lo sé. Pero
podré respetarte al menos. Venga, vamos a tomarnos el café. ¿Escuchas las
sirenas de las ambulancias?...
IV
Más o menos a la altura de la calle
en que sucede la explosión, Joaquín está limpiando la boquilla de su clarinete.
Mientras hurga en las rendijas con un pañuelo azul que poco a poco ennegrece
con la saliva seca, sus ojos caen sobre una muchacha que camina tambaleándose
con una mano apoyada en la pared. Tiene una herida en la cabeza, y parece estar
desorientada. Joaquín se acerca a ella. Como le preocupa la posible reacción de
alarma, le pregunta simplemente si se encuentra bien. Ella no responde, aunque
su boca intenta hablar. Entonces Joaquín decide agarrarla del brazo. La reclina
contra sí mismo y la lleva despacio a sentarse en el bordillo de un portal. El
sonido de las ambulancias y la policía no subyuga la luz del sol y el color de
las hojas de los árboles. Sin duda es una mañana preciosa. Varios niños se
persiguen en el rectángulo de un parque de arena: su paraíso. Se pelean por
subir del tobogán. Uno alude a la mayor edad, otro a la cobardía del otro y,
los demás (exactamente dos), a los agarrones y a los tirones de pelos. El mayor
efectivamente termina por empujar... y ahí se acaba la discusión. Luego, cuando
cualquiera de los otros se cansa y echa a correr hacia otro destino, se produce
lo increíble. La cara del mayor se transforma, y va tras él a iniciar la nueva
ofensiva de control. En esto todos somos igual de predecibles; desde un
individuo a un imperio... las cosas funcionan así. Anhelamos lo que escapa o lo
inalcanzable. Poco más.
Por eso en el fondo de la
escenografía una mujer lee una revista de moda. Sus zapatos hacen juego con la
camisa y el cinturón ancho. Cuando apura una página y comienza otra, se permite
cierta movilidad. Su mirada se extravía entonces entre los ecos de la inmensa
ciudad y sus sombras. Joaquín, aquel antiguo empleado del Ministerio,
desaparecido para su familia y su gente, aprieta su pañuelo contra la frente de
la muchacha en tanto que ella le explica entre lágrimas los trances de
consternación y desasosiego que acaba de vivir.
No se acuerda de quién es, ni qué
hace allí; solamente mira los ojos sobrecogidos de la persona que está enfrente
y espera algo sin saber el qué. Joaquín la abraza para aplacar su angustia (la
de ella), y piensa que es exactamente lo
que le gustaría que le ocurriera (a él). Olvidarse de quién es, de qué hace
allí... Solamente mirar aquellos ojos azorados por la realidad y perderse por esos rincones donde todavía
resiste el color y la claridad.
¿Cómo ocurrió?... Era la respuesta.
CAMBIOS INSTINTIVOS
Cuando
el lobo, después de oír las palabras del cerdo, aspiró aire para soplar y
soplar y soplar y la casa derribar,
ponderó la situación: sus anemias, sus adicciones, su mal dormir; las
pesadillas y el hambre, los indicios chungos...
Y al
final decidió tragarse el veneno de su propia audacia, y esperar a que el cerdo
saliera (p. ej.) a comprar el pan.
CONFESIONES DE UN PADRE
-Recuerdo perfectamente cómo eran las
cosas cuando eras pequeño, Diego. Cómo te revolvías de pronto contra todo, y
sobre todo contra cualquier desatino que te traía tu padre. Cuántas promesas
rompemos los padres, ¿verdad?...
-No, Papá, la
mayoría las cumplías. Hoy creo que somos todos demasiado exigentes y precisos.
-Déjame
hablar... Tengo tanto aquí dentro, guardado bajo llave, destilando dudas.
Escucha: me estoy haciendo viejo y no es fácil. Hay señales por
todos los sitios: las canas, las arrugas en el espejo, las fatigas
correspondientes, las miradas frustradas a las flores que cruzan la calle cada
día, tu madre cada vez más fría en la cama, el tono amarillento que toman las
ilusiones, la nostalgia creciente, el que a uno le despidan del trabajo y no
cuente con ánimos de continuar jugando. Esto me pasa.
-Supongo que no
debe de ser fácil, Papá. Me refiero a jugar con ese ánimo artero. Supongo que
con los cincuenta y cinco años que tienes, la realidad puede teñirse de soledad
e incertidumbre. Aún así no es excusa para beber, para emborracharte y obviar
los gritos que le das a mamá; cómo vuelcas sobre ella una carga que es tuya y
que se añade a la suya propia. No desesperes tan ampliamente. Has trabajado
mucho para llegar hasta aquí. Eres una buena persona. No te dejes llevar por el
hilo oscuro de la desesperación. Confía en tus cartas si aún te atreves.
Podría haberle ocurrido cualquier
otro día; pero no. Vino a asaltarle ese día sin viento, de calma aérea, ese día
en que ninguna circunstancia era propicia para que una mota se metiera en su
ojo.
Sucedió de improviso. La mota
revoloteó un instante en sus pestañas y fue a parar a un lugar indeterminado
del globo izquierdo. La sensación fue instantánea: malestar, emborronamiento,
parpadeos continuos, lágrimas saliendo sin cesar, incomprensión absoluta, caos
en el sentido más oscuro, cuando el azar queda por debajo y no influye en
nadie/nada concreto, pero sí en alguien/algo inconcreto como él.
Y en un principio él reaccionó como
cualquiera. Se llevó un dedo al ojo y se frotó muy despacio, luego
intensamente, hasta enrojecer la parte blanca, hasta que esas frágiles venillas
cedieron a la mecánica y la actividad de su dedo en el ojo.
Tras comprobar que de esa forma era
inútil, lo intentó con un pañuelo; sin embargo sólo lograba sacar legañas
enormes y humedad y algún pescadito despistado que se asfixiaba al momento en la
punta doblada.
Entonces decidió pedir ayuda. Eligió
a una mujer mayor que cargaba innumerables bolsas, un carrito, un paraguas y un
inmenso bolso color crema. La mujer no puso inconvenientes. Dejó toda la carga
en el suelo y comenzó a inspeccionarle el ojo. Se lo abría afanosamente, dueña
de una sabiduría antigua a la hora de abrir ojos. Le decía que mirara para un
lado, para el otro, que dónde le molestaba, que probablemente fuera una pestaña
y, finalmente que no veía cosa alguna.
A pesar de la errada tentativa, él
le dio las gracias y se ofreció amablemente a cogerle las bolsas; pero la mujer
desconfió. Le dijo que no hacía falta. Él no insistió y se despidieron.
El ojo le palpitaba, llenito de
temblores. Le latía el corazón en las pupilas, como si algo desde dentro
hurgara en él. No hallaba explicación. El asunto se le escurría del todo. Era
como aquella mancha en una pared de la calle del Desencanto, que a determinadas
horas de la noche parece una muchacha con un gorro azul que mira con tristeza
el cielo, o aquel escaparate próximo al metro Prosperidad, en el que se exhiben
peceras saturadas de fruta, canicas, cazamoscas, medicamentos y otros productos
inverosímiles (al menos si se asume aquel cartel que indica: ZAPATERÍA LÓPEZ)...
No, no había manera explicarlo.
Tenía una sensación de vacío dentro del ojo, como de ausencia; un pinchazo que
le estuvo acompañando toda la tarde.
Cuando regresó a casa, ni si quiera
le quedaban ganas de cenar. Directamente se fue a dormir. Y esa noche soñó que
ella regresaba... y le soplaba tiernamente el ojo dolorido... y la mota se
deshacía como un grano de sal en el cauce profundo de sus manos.
ARQUITECTURA EMOCIONAL
Borja, a veces, regresaba a un
recinto de infancia y distracciones, pintando con tiza las paredes de los
patios, las baldosas rojas de los paseos, el perfil de las nubes o los
edificios, siguiendo las nubes del cielo, las sombras de la tierra,
coleccionando piedritas, cristales, pinzas para ropa, chapas, alambres,
muelles, cachos de plástico, páginas de libros anónimos, cuerdas, suelas de
zapatos y botones... que metía en un cajón de su armario con la etiqueta de: ARTIFICIOS
Y TESOROS... Y que ciertas noches, sonámbulo y sintético, desparramaba por
la alfombra de su cuarto con la intención de construir amores y otras
extravagancias de vida. Así, después de emplear una base firme y sólida –casi
siempre una botella de whisky estupefacta-, comenzaba a hilvanar con sus manos
una estructura eterna. Lo informe yacía en medio de una boca, unos ojos que miraban
a otros ojos, el abrazo de dos fantasmas retorcidos, las manos y el alma, entre
algodón y esparadrapo, los labios besándose, mordiéndose, fabulosos cuerpos de
cristal y plastilina, la belleza de dos criaturas amándose, absorbiéndose una a
otra, hasta que Borja se detenía, contemplaba con cuidado el artilugio, y se
ponía a recargar de aquí y a quitar de allí, y entonces la construcción se
tambaleaba de un lado para otro y terminaba por caerse... plaf... Y la luna
encendía los escombros con la luz del sueño y Borja se despertaba y lloraba
porque la arquitectura del amor es quebradiza, o su inconformismo, o su afán
vertebral de amor sin arbotantes de cultura (malabarismo
complicado-peligroso)...; pero toma dolor por las ruinas de la unidad humana:
ese deseo.
Fue una arcada que empezó en la base
de su estómago, removiendo emociones digeridas, con jugos de ideas, cachitos de
subjetividad en el aparato de la realidad, y de ahí a la sangre y las neuronas.
Enseguida subió por su esófago, arañando
las paredes, abriendo los conductos de la manumisión vital, hasta que llamó a
las puertas de su boca.
Él la mantenía cerrada,
aguantándose, sintiendo vértigo, con una mano extendida, buscando apoyo, luz,
tersura, voluntad; algo tan sutil como las voces que allanaban sus pasos.
No obstante el impulso del vómito
era demasiado intenso, se le salía por los ojos, lleno de ansia y mismidad,
vestigio de tantas represiones, desencantos, frustraciones de la experiencia y
su aplastante caída.
Al pie de un árbol muerto vomitó;
vómito toda su vida, sus recuerdos; vomitó su humanidad, que era una tristeza
verde, humeante como un escombro, una bilis viscosa e insumisa que temblaba
como un corazón desnudo o una imagen sobre el agua.
Fue así. Y
el malestar le acompañó durante todo el invierno, apretando sus días, forzando
nuevas nauseas y vómitos. Aquel árbol se convirtió en confidente. Cada vez que
se sentía mareado por la realidad, acudía allí y se desahogaba. Volvía a él
cuando la confusión le mordía el alma y afloraba en su pecho un escepticismo
más allá de su propio escepticismo.
Pero la primavera llegó, tímida, un
poco asustada y sabiéndose fuera de lugar. Pero llegó. Y fue una sorpresa y un
escándalo, un color indefinido y rebelde, una música irracional y sincera, una
condición solidaria.
Una tarde, asaltado por el sueño de
la siesta, decidió ir a descansar a la sombra del árbol. Y en ese momento pudo
apreciar que sus ramas estaban henchidas de flores y frutos y pájaros.
La cosa es empezar, y el resto
seguir; así de fácil. Uno de los dos coloca su brazo por encima del
hombro-cuello-espalda del otro... hasta iniciar abrazo. A partir de aquí lo
mejor es mirarse, presentando almas, intercambiando peces y destellos, algún
escalofrío en las vértebras... y silencios como melodías resbalando en vuestra
piel y denudándoos.
Después os besáis, labio a labio, en
posesión de profundas imprecisiones, sin táctica ni estrategia, libres del
tiempo, con la eternidad en vuestras bocas, en vuestra fusión de jazz y deseo:
la arritmia de los pulsos impulsados: la tecla que deprime la última soledad:
el botón de la lascivia.
Esta será
vuestra base, vuestro tiesto para desplegar las hojas, las velas, los
sintagmas; la tierra que rodee vuestras noches-delirios-de caricias orientadas
siempre hacia la lluvia. De par en par vuestros cuerpos, convertidos en barro
de exhalaciones, en sombra conjunta de extremidades como nudos corredizos...
para atrapar, a la vez, vuestros miedos, vuestras repuestas, y hacer de todo
una ambigüedad deliciosa y continua... que como dije: será presumiblemente así
de fácil.
MENSAJES DEL ABUELO
-Escuchad bien... Mario, José
Antonio... Esto que os voy a contar nunca se lo conté a nadie, ni siquiera a la
abuela que en paz descanse. Me lo he guardado tantos años, por tener que
acostumbrarme a vivir y a olvidarme de lo vivido. Sin embargo ahora os veo y
resulta indispensable que meditéis vuestra situación y la superéis, que
desliguéis del azar vuestros alcances y vuestras pérdidas, como yo mismo hice,
como debe hacerse si se quieren alargar con optimismo las primaveras.
Ya
sabéis que en la guerra luché con los rojos. Lo mismo hubiera podido ser
con los otros, pero esta fue una de las suertes más sinceras que le he robado
al tiempo en mi existencia. No la de tener que luchar y matar para destruir,
sino la de luchar y matar para que no se destruya. Cuando comenzó la guerra me
cambiaron la hoz de segador por el fusil de miliciano. Hice la instrucción en
Cáceres, y enseguida me enviaron al frente del sur de Extremadura. Luego a
Madrid. Y al cabo de medio año al noroeste, a guardar la entrada de Cataluña.
-Qué
duro debió resultarte abuelo...
- Sí
que lo fue Mario... Pero por entonces tu abuelo comprendió también muchas cosas
de la vida, cosas que antes, por las circunstancias, desconocía y obviaba. En
Madrid y más tarde en el frente del Ebro, un camarada de Jaén, un chaval
despierto e inteligente me enseñó a leer y a escribir. Eran infinitas las horas
de espera, horas que nosotros llenábamos con filosofía, política, historia y
literatura. Allí se compartía todo: el conocimiento, el catre y la tumba. Fui
feliz, en medio del horror de aquel paisaje de muerte, cuando desperté de la
ignorancia, cuando se despertó esa parte de mi conciencia que andaba dormida y
encajaron de pronto el pasado, el presente y el futuro; superando con ello no
sólo el analfabetismo y la desesperanza, sino la pobreza emocional y la
soledad. El abuelo, un buen día, descubrió que tenía sus propias ideas. Desde
entonces defendí el anarquismo y la República, superando el azar que me había
colocado de ese lado de las trincheras.
-
Padre... Es verdad que nunca te oí hablar de estas cuestiones...
-
Todo tiene su momento José Antonio...
-
Oye, abuelo... Y cómo viviste el final de la guerra...
-
Fijaros lo engañosa que es a veces la historia. En los últimos días de la Batalla del Ebro, y esto
no se menciona en ningún libro, ambos bandos acabamos luchando unidos contra
los aviones alemanes que bombardeaban a unos y a otros, sin distinción, para
terminar la guerra cuanto antes. Allí murieron a miles. Muchos tuvimos que
refugiarnos debajo de los cuerpos de los compañeros muertos para que no nos
descubrieran. Algunos soldados nacionales escindían con sus bayonetas los
lamentos de los heridos. Luego, junto con otros tres camaradas sobrevivientes,
marchamos al abrigo de los montes, hundidos y ensangrentados, hasta que
logramos hacernos con un vehículo abandonado en su huída por los nuestros, y
después de muchas peripecias, llegamos a la ciudad de Tarragona...-
Entonces fue como abrir un
paquete con lazo. A la memoria del abuelo llegó un eco de palomas muertas, de
cuerpos mutilados, de escombros entre humo, y árboles ardiendo, y casas
ardiendo, y hombres y mujeres ardiendo, de muñecas decapitadas, y hierros
retorcidos, y vigas abatidas, y muros deshechos, y campos y más campos
arrasados... entre bosques también arrasados, y viejas huyendo hacia la muerte,
y niños detrás de la viejas, y todo en espiral en su cabeza, acceso hipocampo,
arañando: los gritos, el olor a incendio, la podredumbre en las calles, moscas
alrededor de un pie humano, los perros olisqueando a los muertos, un miliciano
protegiendo la última flor de un patio en ruinas, rodeándola con su cuerpo
ensangrentado, ya arrancada y exánime, más cuerdo y libre que en toda su vida,
escupiendo palabras apenas inteligibles, como que su mujer la regaba cada día
con cariño, que esa flor era su mujer muerta... e increpaba a los aviones y a
las bombas que caían con el fusil en la mano, a los aviones-insecto, a los
aviones-tumba... que aparecían al atardecer con sus hélices afiladas, que
cortaban el cielo y la existencia, que traían a la muerte cabalgando a lomos de
cada bomba, saludando con su mentón huesudo, sin guadaña...
-Para qué...- Murmuraba de repente el abuelo - Si el trabajo se
lo hacían otros... Ella sólo recogía sus ganancias-
Y las sirenas sonando, álbumes de
fotos entre cristales e inmundicias, llamas, dolor, destrucción, llantos de
niños hechos a la fuerza hombres, fósiles humanos bajo el flaco sol de Enero...
-Tan flaco sol, sí... Tan flaco dios; mirando, bendiciendo qué... Flaco,
despiadado, ahí... Todopoderoso en su desidia... Y la Republica cayó, el sueño
cayó, Mario, hijo, José Antonio... pero seguimos adelante, la vida siempre
sigue hacia delante...-.
Estas cosas decía el abuelo, con los ojos perdidos en la pantalla
consciente de su irrealidad. Sus palabras eran como lucecitas acechando un
grandísimo secreto; un secreto que se le escaparía irremediablemente en el
último momento, pero sobre el cual abatiría el pálido color de sus manos las
semillas rebeldes de la libertad.
ANTES Y DESPUÉS DE UNA CIRCUNSTANCIA EXISTENCIAL FINALMENTE
FAVORABLE EN ESTE CASO
(Antes)
Desnivel. Tropiezo. Rodilla rota.
Sangrante herida con plaquetas despistadas. Estupor. Cuidado. Ojos abiertos
como ventanales con macetas mustias y algún que otro susto de pétalos azules y
hojitas vivas. Abajo. Levantarse implica esfuerzo. Onomatopeya de ay en la
articulación del alma. Recuerdos de accidentes y ambulancias que no saben
llegar a mi socorro. Auxilio exhausto en mi boca torcida. Mi boca. La queja.
¿Frustración?... Mejor una palanca con pestañas unidas para izar un arco iris.
La muerte es insana. Un escalón como un abismo y nos caemos.
(Después)
Me gusta ser golondrina. Acariciar las flores con mis
alas. En el cielo soy, y con el cielo sueño. Al alba dibujo las nubes. Yo les
doy su matiz de pintura. Acompaño a los niños a la escuela, y formo enjambres
de oscuridad para que la luz no dañe las miradas. Vuelo siempre porque volar es
lo más fácil; también canto, y resumo paisajes, y te rozo cuando puedo la
coronilla; y todo lo hago volando, porque mientras vuelo el mundo me conoce me
señala y sonríe.
En los
campanarios cuelgo mis argucias, los paraísos terrenales, la libertad robada; y
te la ofrezco, para que niegues los iconos, para que no atravieses sus puertas,
para que me acompañes a la vida; así son mis acrobacias mortales.
Al mediodía
entro por tu ventana, y bebo de tu lavabo, y construyo nidos en los ángulos de
tu techo, y me salen crías irreverentes por toda tu casa, bajo la alfombra,
dentro del video, en todos los armarios, rastreando miguitas de amor que
picotear... para marchar al atardecer al nuevo cielo de tu alma llena de
golondrinas.
... Hija, tú no te preocupes. Aquí
vamos a estar bien los dos. Sí, le han ingresado a eso de las siete... Bueno,
le duele un poco el costado, y la pierna izquierda; lo de la pierna dicen que es
por forzar patadas etéreas al espectro del desencanto... Ya sabes, tu padre fue
siempre muy tozudo...
No hija, no estoy llorando; sólo
estoy algo nerviosa y por eso me tiembla la voz... Que no, no hace falta que
vengáis... ¿Para qué?... Carlos y tú estáis tan lejos... Que sí... Estamos bien
atendidos... Las enfermeras parecen simpáticas, y el compañero de habitación de
tu padre es un jovencito con los ojos tristes y el alma alegre. Está encantado.
Llevan un buen rato hablando de la deshumanización, y, por la sonrisa de ambos,
deben coincidir al menos en las formas si no en los contenidos. Se tienen un
respeto nada habitual. Como te digo, tu padre está encantado...
No, ya no le van a hacer más
pruebas. En urgencias nos han dicho que la cosa no da para más; que lo mejor
era hospitalizarle y esperar a mañana... Sí, mañana tiene que decidir por
voluntad la alienación o el sufrimiento, la niebla o el dolor... Que no, hija;
ya tendréis tiempo de venir... No, tu padre no sigue enfadado, pero ya le
conoces, es muy suyo, muy intransigente para las disculpas y las absoluciones
infortunadas. Él te quiere muchísimo, y no creo que te guarde rencor...
Oye... ¿Y los niños?... ¿Preguntan
por sus abuelos?... ¡Sí!... ¿Cómo se llamaba la pequeña?... Paula... ¡Ay mi
Paula! Debe de estar hecha una mujercita... ¿Cuántos cumple?... ¡Siete ya!...
¡Cómo pasa el tiempo, hija!... Recuerdo cuando tenías tú siete años. Solíamos
salir a pasear los sábados. Tú le pedías a tu padre que te subiera en los
hombros; siempre te gustó que fuera tan alto. Te imaginabas alcanzar la cima de
una montaña, o la copa de un árbol enorme... Cómo te reías con la piruleta con
forma de corazón en la mano; hasta que se te caía, y comenzabas a llorar,
rabiosa, con gran escándalo de suspiros y lágrimas... Y tu padre te bajaba y te
abrazaba, y yo te decía te calmases, que ya pasó, que en el próximo quiosco te
compraríamos otra...
Hija, pero la vida fue
desplegándose. Sus hombros se te quedaron pequeños, muy rápido, como es
natural. Tú ya no querías subir, y él descifraba con angustia que todo iba
cambiando. Cuántas veces me confesó que se sentía sórdido cuando te explicaba
ciertas normas... ¡Es tan difícil ser padre, madre!... Ahora lo comprenderás
mejor... Tienes tus hijos, los educas, les das cariño, los preservas...
¡Ay, hija mía! ¿Por qué tuviste que
marcharte? Te he echado tantísimo de menos. Diez años ya sin verte; sin saber
apenas de ti. Ya, ya sé... El amor... No, no digo que Carlos abrigue toda la
culpa. No hija, yo sé que él te quiere bien; es un buen hombre... pero te
separó de nosotros, y tú se lo permitiste, sí, porque estabas enamorada. Te
fuiste con él a Alemania; lo sé, por su trabajo... pero ¿y tu vida?... ¿Acaso
te lo planteaste... o se lo planteó él?... Lo abandonaste todo... y no, no es
ningún reproche; yo saludé desde el principio tu audacia; le amabas y punto, y
no te ha ido tan mal. Sin embargo tu padre no es como yo. Él es más práctico.
Él únicamente vio cómo renunciabas a tus estudios, a tu familia, a tu vida
entera por un hombre desconocido y mucho mayor que tú. Carlos, y esto no me lo
negarás, representaba tanto para nosotros como para ti una incertidumbre
descarada, para nosotros peligrosa, para ti muy atractiva. Tu padre sólo quiso
protegerte... y es cierto que quizá se excedió en los modos. Casi llegó a
pegarle cuando le dijo que te amaba y que te llevaría con él a Berlín. Pero
tenías dieciocho años... ¿Qué se supone que debía hacer él?... No lo podía
aceptar, y te lo preguntó a ti, y tú se lo confirmaste, y entonces enloqueció.
Te largó de casa, maldiciendo... que ya no eras su hija, que no quería volver a
verte... Tres días estuvo llorando sin parar. La vida le había arrancado un
tramo del alma...
No hija, no debes llorar. Tu
decisión fue la cualquiera habría tomado; eso lo sabe igualmente tu padre. En
el fondo él se siente muy orgulloso de ti, a su manera te admira; lo que sucede
es que siempre son complicadas la tolerancia y la comprensión cuando perdemos a
un ser querido... Pero el amor trasciende, queda por debajo, continua... Ya verás.
A tu padre le han dado 48 horas de vida, y ahí está, discutiendo como un
fantasma que pronto se habrá convertido en otro fantasma diferente, menos
fastuoso, y terriblemente frío.
Le quiero tanto, hija. No sé qué voy
a hacer sin él. Que no... que no vengáis... Desde luego que la muerte es un
acontecimiento irrepetible, único, pero preferiría que mis nietos no me
conocieran con las ojeras negras de adyacente viuda y con este olor a afectos
marchitos. Seguro que yo no tardo mucho en caer. Cuando ocurra, os aparecéis
por aquí, nos ponéis margaritas en las lápidas... y después les contáis a
nuestros nietos todas las escenas extraviadas, como que tu padre fue un hombre
extraordinario y tu madre una mujer habitada por su amor.
Esta cuestión ya está hablada con tu
padre; él también lo quiere así.
Sería ciertamente cojonudo que me
dejaran un ápice de sensación después de muerto, que la ley que rige en este
asunto permitiese que mis manos tocaran y que mis ojos vieran, que mi voz gritara
y mis deseos... se olvidaran... de ser... deseos... Al fin actos, como sentido
fundamental de ser: vista audición gusto olfato y deseo... con
somestesia táctil, de temperatura, volumen, dolor y equilibrio. Deseo, sí:
esperanza-campo
receptor
ilusión-nervio-neurona
anhelo-tálamo-corteza...
hasta llegar al
alma.
Se acabó el pensamiento, se acabó el
raciocinio. Sólo sensación; sólo estímulo ambiental, físico, transducido
a impulso, y luego al cerebro –electroquímicamente hablando-, y a dar
vueltas, a indagar en la memoria, perdido, sin hallar nada semejante a esto: la
percepción del mundo y de mí sin recetas de cómos ni porqués, sin
cuestionar lo percibido, dedicado por completo a sentir, sin control consciente
o inconsciente, sin ajustar mis sentimientos a las circunstancias: esos
síntomas que anuncian agitación, desasosiego o entusiasmo... Abrazar el dolor
del fuego cuando me incineren. Experimentar la inconstancia en cada célula; la
metamorfosis de mi cuerpo en ceniza, en moléculas cercanas a la nada, en
tránsito y travesura y entropía, cada una con capacidad para sentir
individualmente, pero compartiendo información y espacio; guardadas en urna
chapada en plata, con inscripción que explique ciertas cosas:
polvo
soy... y con buen polvo me crearon...
Después me lleváis a una cima abierta a una ladera, y me arrojáis al
viento, no sin antes cerciorar su dirección para evitar así impregnaciones
indeseadas; y el resto será ya una maravilla: cada mínima parte de lo que soy
en contacto con el confuso, el orgasmo con el ambiente, explosión de
sensaciones caóticas, derramado sobre un pino, un jilguero, una piedrita y una
violeta transparente.
Sentado en taburete de bar tapizado
con musgo. Bebida verde. Camarero acurrucado detrás de una barra de mármol y
flores carnívoras. Ganas de mear y voy...
En camino dos mujeres me dicen
cifras que van menguando hasta el absurdo de ofrecerme dinero. Llego al baño.
Un marroquí se oculta tras la puerta y asoma un ojo de caracol para informarse
del estado de las sepulturas y los vientos del estrecho. No hay nada...
Repentinamente es la calle. La lluvia cae del asfalto a las nubes. Hay pájaros
enormes –con escamas de colores vivos- encaramados sobre farolas blancas. Todo
es blanco, como de nieve. Al final de la avenida una silueta espera; observando
un reloj parado; nerviosa pero quieta; fuera de sí pero pegada al suelo
blanco...
De
improviso empieza a caminar. Se aproxima y es una muchacha con un ramo de
flores marchitas y una caja de bombones llena de telarañas. Viene riendo y
fortuita. Entre sus pechos desnudos palpita una orla de fuego azul; sus
entrañas son un motor que vomita humo y...
Sus ojos miran directamente. Sus labios besan sin trayectoria. Sus uñas
se clavan en mis testículos. Todo lo utiliza bien; todo queda en un suspiro que
empapa mis sábanas y despierta a mi despertador que chilla cubierto de sudor y
reparado de una realidad irreparable que me dura hasta las 14:55.
RETORNO DEL DIOS LÍCITO
….Arropado entre sábanas de oscuridad perpetua, lloraba el niño, y su
llanto recorría las paredes de la cueva, hasta salir al cielo nublado de la
humanidad.
Este niño, oculto al mal
de la civilización reciente, abandonado en las entrañas de la madre tierra, a
punto de morir estaba, cuando del mismo macizo de la roca emergió un filón de
diamantes en forma de seno que en su boca se instaló.
De aquel seno, comenzó a
brotar un manantial de leche, tan pura, tan diáfana, que parecía poseer luz
propia; una especie de fosforescencia inextinguible que iluminaba al bebé y lo
envolvía. Un aura blanca, blanca como el amanecer, fue creciendo a su
alrededor. Pronto su cuerpo sintió el calor de la vida, calor a borbotones,
vida agrandes chorros… que llenaba sus venas de hierro, elevando sus párpados
dorados, abriendo sus ojos al mundo, a la incierta realidad.
Con sus pequeñas manos, capaces ya de ahogar el tiempo, se agarró a un
saliente que había en la piedra y se puso en pie. Sonriendo, agradeció a la
madre tierra -a la pachamama, a su
hermana Gea- el alimento recibido, y después empezó a caminar tímidamente hacia
la salida, rumbo al exterior.
Besó su suerte el niño. Tenía entonces un deseo incontrolable de gritar.
Y así lo hizo. Gritó; gritó tan fuerte que a poco estuvo de destruir el universo
entero. Luego siguió caminando en la penumbra, y cuando se cruzaba con algún
escollo descomunal se enrabietaba: apretaba sus dientes recién esmaltados,
enrojecían sus mejillas, pintando de sangre la oscuridad. Al momento sus puños
se cerraban, derribando aquellos muros de granito sin esfuerzo, con el poder de
los viejos titanes.
En pocos minutos salió de la caverna. Atrás dejó la agonía y el terror de
las brumas pre-existenciales. Respiró el nuevo aire con ansia, y sus tiernos
pulmones se agitaron como dos veletas de espuma. Con un solo bostezo desbarató
la calma impuesta, la paz a bocados, la guerra preventiva. Las fieras de
occidente retrocedieron asustadas, pues aquella presencia traía consigo la
sombra de los seres ingobernables.
De repente, enmudeció el sonido de las bombas, avivándose el silencio
como ascua de un soplido imperceptible. Los árboles, escasos en la zona,
cesaron su vaivén. Hacia el mar, a sus nidos flotantes, marchaban con
escepticismo los pájaros de acero, y las orugas mecánicas y los demás insectos
artificiales desertaron antes de penetrar en el desierto para morir. Incluso
las aguas, siempre presurosas de los exiguos ríos, se pararon a mirar. El niño
había extendido sus brazos y balbuceaba celosamente una orden; orden que el
cielo acató con solemnidad.
Estalló una tormenta terrible. Truenos, carcajadas siniestras en las
nubes, alegrías de algodón ensombrecido, lágrimas de rabia contenida. Un idioma
de luces eléctricas golpeaba el suelo, estremeciendo a los hombres, haciendo
temblar a las montañas. Cualquier mortal habría huido de allí, porque la
muerte, sin duda, andaba al acecho. Pero el niño, en vez de huir, como hubiera
sido natural, trepó a lo alto de una colina, increpando al destino, desafiando
directamente a la tempestad.
Toda la energía del cielo se concentró en ese instante. Una fina luz
cegadora se detuvo en el aire y seguidamente cayó. El relámpago, la chispa, la
culebra, fue en busca del niño, ávido y fulminador…
Sin embargo el pequeño, lo sostuvo como si nada y después lo besó. Más
tarde, mientras se acurrucaba felizmente en un lecho improvisado de hierbas
secas y amapolas, lo apoyó contra su pecho y se quedó dormido…
Se quedó dormido y soñó voluptuosidades y argucias con una mujer afgana.
Zeus había vuelto a nacer en las afueras de la ciudad de Kabul.
(FIN)
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