HISTORIAS DEL PEQUEÑO JOSÉ
a José Monje Cruz, por su cante…
Aprieta un corazón
invisible, ¿le veis?
Un corazón
reflejado en el viento.
F. G. Lorca, Poema del cante jondo
(conjuro).
“El ser humano surge en el
mundo, y sólo después, se define por sus actos. Es un proyecto que se vive
subjetivamente, y por tanto será, en consecuencia, lo que él mismo haya
proyectado ser. Cada ser humano es libre; es decir, se elige, pero al elegirse
asimismo elige a todos los seres humanos, ya que al crear con nuestros actos al
ser humano que somos, subjetivamente creamos también una imagen del ser humano
tal como consideramos que debe ser”
J. P. Sartre, El existencialismo es un
humanismo.
INTRO (deAtrásSiepreHaciaDelante)
Espero, por encima de todo, que se aprecie
el respeto con el que están escritas estas historias reales y ficticias, en las
que he procurado difuminar las formas aunque no las verdades. En realidad no
existe una intención soterrada en ellas, sino que son un humilde agradecimiento
a todos los instantes en que la voz de José Monje Cruz, conocido artísticamente
como Camarón de la Isla, ha llenado el vacío de mi cuerpo, ha despertado mi
ánimo o me ha ayudado a entender lo incomprensible: como la vibración de la
esperanza en mis manos o el brillo sobrecogedor de la luna dentro de unos ojos
tristes. El interés y la curiosidad del oficio me condujeron a las calles de
San Fernando y al barrio de Las Callejuelas para descubrir los espacios que
ciñeron su infancia y le procuraron un aprendizaje del mundo. La pregunta a
responder era cómo su voz había adquirido tantísimos matices y trayectorias. Y
en el universo gaditano, en su color, en sus gentes, en sus circunstancias particulares,
y en todo lo vivido, se encontraban las respuestas y, por supuesto, el
misterio.
Son simples recortes
de una vida como la de cualquiera; fragmentos desclasificados o probables de su
existencia temprana. No hay mito, sino evolución social. Porque aquel cantaor
que movía masas gitanas y payas y revolucionaba con su garganta y sus actos el
cosmos anquilosado de nuestro pueblo, fue antes que nada, y tan sólo, el
pequeño José.
Javi
caballero
NACIMIENTO
DEL PEQUEÑO JOSÉ
El sol cae sobre las casas blancas de la isla de San Fernando, antes isla
de León y previamente pieza perdida del antiguo distrito informe de Tartessos en las llamadas Gaderías fenicias trimilenarias. Azul en el cielo y en el agua, y amarillo y ocre en
la tierra. El blanco destaca por la cal, las nubes, la espuma y las salinas. A
través de una ventana abierta pintada de verde se escucha el llanto de un niño,
un llanto fuerte, casi metálico, que horas antes anunció entre sangre y gritos
su nueva realidad bajo la protección de la luna y la estrella. Su madre lo
acuna entre sus brazos mientras prepara el pecho para darle de mamar. Tararea
una canción amarga que se convierte al instante en alegría impura en su
garganta. Por las calles corren otros niños, como barcas en la bahía, entre
azares y trabajos futuros. Se escuchan brillar sus risas sobre el empedrado
chico; ruedan y se pierden. El pequeño
José, José Monje Cruz -que así se llama el niño-va mamando la leche del pecho
de su madre, e igualmente la canción y las risas de los niños y los brillos y
los colores y hasta su propio llanto. Es lo que le toca.
-Luis, este niño chupa como entendiendo los motivos.- Dice su madre.
-Déjale… Tal vez tiene prisa por vivir.- Sentencia el padre.
Y aquella madre cambia el tono cristalino de su voz, que se aleja ventana
fuera hasta alcanzar el rumor intenso y viejo de las olas no tan distantes.
PRIMEROS
APRENDIZAJES E INTUICIONES
El pequeño José tiene los ojos muy vivos, color negro aceituna, que miran
el movimiento borroso y el sonido incesante. Esponjita paradigmática atrayendo
hacia sí la sonrisa y la atención de todos. Sus deditos se estiran hacia arriba
perennemente dispuestos a volar al regazo de su madre. Enseguida comprendió el
aire y su soplo, el olor próximo a sal, el sabor dulce de la leche que le
alimenta y el ritmo particular de las constantes existenciales. Apenas seis
meses y el niño ya acierta a distinguir la seguridad del peligro, y reconoce
formas afectivas de rostros, gestos y voces. Por la tarde, su madre Juana lo
saca junto con sus hermanos al fresco de la calle. Algunas veces se acercan a
la fragua donde el padre se curte en el trabajo, y desde allí continúan hasta
las afueras del pueblo para observar cómo las gaviotas y los vencejos se
concilian surcando el cielo azul del horizonte o perdiéndose entre las nubes de
la sierra. Siempre alguno de los hermanos se queda por el camino, asediados por
las diferentes necesidades de la edad y una perentoria indiferencia hacia las
reglas y los límites.
-Qué rubio ha salido este niño.- Dicen las vecinas a la madre.
-Su tío dice que es como los camarones: de transparente oro.- Contesta
invariablemente ella.
En una canastilla de mimbre lo acarrea infatigable por las calles de la
isla. El pequeño José va ordenando y clasificando lo aprendido. Quizá se dedica
únicamente a recapitular aquel caos siempre útil. Pronto serán los aromas de la
cena y el intrigante techo del patio. Y entonces llegará su padre, con su voz profunda
y rasgada, y también sus hermanos, aunque nunca todos, desnudando de esta forma
tanto las estabilidades como las grietas de su familia. Luego empezarán los
cantes antiguos de su madre en tanto zurce la ropa ajada y la revive, para
finalmente subsistir sobre el sonido de los grillos, la luz de la luna y las
estrellas y las caricias del viento frío atravesando el cristal roto de una
ventana que atrapa sombras y monstruos ignotos. El pequeño José no tiene sueño,
y se asombra del imperio de los estímulos que va desentrañando y uniendo,
separando y enredando en su mente, hasta configurar sus variables y sus metamorfosis.
Y que nadie lo dude. En su identidad anidarán todas estas cosas. Pero nadie
sabe todavía hacia dónde le conducirán mañana.
INSTANTE
DE TODA UNA INFANCIA
En medio de la plaza alguien vocea
un nombre que provoca risas entre los niños de seis a diez años. Las casas
encaladas cabecean de sueño a primera hora de la mañana invernal. Los geranios
de los balcones y patios esconden familias enteras de jilgueros morenos de
soledad en sus jaulas. La brisa alza la inspiración de los panaderos que
intentan atraer hacia sus hornos la mirada olfativa de aquella muchedumbre de
clientes potencialmente perdidos que se dirigen a la escuela de los padres
Carmelitas. El enjambre de niños dobla por la esquina de la plaza de El Carmen
y desciende por la calle que lleva el mismo nombre como un torbellino, sin
detenerse a observar los primeros puestos de verdura ni la llegada de los Candrays sinuosos, con sus tripas llenas
de sal al puerto de las Gallineras
junto a los esteros del barrio. En Las
Callejuelas, la vida comienza con un movimiento de escape, de resistencia
implícita.
-¡Pijote!...- Vuelve a concretar la
voz. -Ya es hora de entrar en clase.-
Y el Pijote viene ya, sí, seguido del enjambre aludido, con tres bollos
recién horneados por entonarle a un panadero un fandango que le enseñó el
viento del levante, aquella tarde en la que iba con su hermano Manuel paseando
por las callejuelas de Tarifa y salió la palabra de dios por una ventana
chiquitita.
-Ya voy, Maestro.- Responde el pequeño José.
Hay que saber que hasta en su casa le apodan así. Sin embargo, el Pijote no llegará a entrar en la
escuela; y así empíricamente todos los días. Y es que entre su casa y las aulas
se encuentran la necesidad, el ángulo terrible y, por supuesto, la vida.
PELEAS DE GALLOS
En los alrededores del Castillo de
San Romualdo, y en concreto en uno de sus muros, el pequeño José cuenta en
alto y con los ojos cerrados, no sin dificultades, de uno a diez mientras la
mañana prospera unida al ritmo del mercado semanal y al bar o güichi colindantes, el uno henchido de
mujeres rebuscando en los montones de ropa y comprando verdura fresca, el otro
abarrotado de hombres enfrentados al temprano alcohol y a una especie de soledad
pública que brilla. Juega al escondite con sus amigos, y se la liga. Es lo que
más le gusta, ligársela, y por ello cuando termina pregona con todas sus ganas:
Voy!… Ya se desliza observando cada
mínimo detalle o pista y valorando todos los posibles.
Se encuentra en el lado izquierdo de la explanada. Delante de él comienza
el mercado, perdiéndose por una de las esquinas del castillo: un zigurat del siglo XIII que los isleños
conciben como el edificio más antiguo de su ciudad. A la derecha, hacia la mitad
del muro, la taberna mencionada es un escándalo de voces y risas, sobre todo en
su puerta, donde dos tableros con borriquetas,
sobrantes sin duda de entre los puestos coloridos, ejercen de mesa y soportan
decenas de vasos vacíos que nadie recoge, en los que se arremolinan los
parroquianos como bichos alrededor de la luz. No resulta fácil, pero el pequeño
José acaba de ver a uno de sus amigos bajo uno de los tableros.
-Por Manuel.- Dice; y se acerca al lugar del muro donde contó hasta diez
para marcar su nombre con una mano.
-No se vale.- Chilla Manuel, que sale de entre las borriquetas negando con la cabeza.
-¿Por qué?- Pregunta el Pijote.
-Te he diquelao enseguida.-
Manuel se resigna y se sienta a esperar con la espalda pegada al muro. El
pequeño José continúa. Sólo le quedan tres y habrá ganado. Ahora avanza hacia
el mercado porque entiende que si algún otro se oculta cerca del güichi andará dudando por lo de Manuel.
Un sinfín de mujeres vienen y van de tenderete en tenderete, pero comprar
compran poco, tanto jóvenes como viejas, entremezcladas y silentes salvo para
la pregunta del precio, aunque ya se encargan los ambulantes de anunciarlo con
sus pulmones y sus rimas, generando pese a todo cierto orden, revelado
tímidamente por la ausencia de polvo en el aire, pues hay que calcular que se
hallan sobre la tierra, y además muy seca, y que el sol de junio espolea su
pupila y muerde hasta calcinar las sombras y la brisa, y aún así no hay quejas
ni de los que exasperadamente trajinan ni de las que receladamente adquieren.
Ya ha visto a otro de los escondidos y se vuelve corriendo. El amigo, que se
sabe descubierto, también echa a correr, pero el pequeño José llega antes.
-Por Juan.- Dice. Y se pone a dar palmas.
-Mierda, Pijote.- Se defiende el
otro.
-Hala, vente aquí conmigo.- Señala
Manuel a Juan.
Sin más, el pequeño José continúa
buscando. Y no ha de hacerlo demasiado, porque en cuanto se despega del muro
para recomenzar la batida, Antonio aparece entre las personas del güichi y, colorado por los nervios y el
arranque, corre para salvarse, cerciorándose enseguida que el pequeño José
alcanzará la salvación antes que él. Entonces se detiene resoplando, y deja que
la existencia mantenga su curso. Algunas mujeres del mercado sonríen al
descubrir el entretenimiento de aquellos niños, con las caras tan sucias como
felices.
-Por Antonio.- Clama el pequeño
José. -Te he pillado, primo.-
-¡Vaya tela!- Afirma Antonio sin
aliento. -Creí que te sorprendería.-
-Estás gordo, gordo.- Dice Manuel,
risueño. -¿Como vas a correr más que el Pijote?-
-Tu calla Carapapa…- Responde Antonio. -A ver si te doy un tascada.-
-Traías las tripas fuera, Antonio..-
Termina Juan. -Venga, no te enfades, y ven a hacernos compañía.-
Uno más y el juego finaliza. Sólo
Rancapino se oculta aún. El pequeño José razona la situación presente. No es
probable que se esconda en el güichi,
pues seguro que ya le habría descubierto. El laberinto del mercado y sus
puestos le parecen mejor opción. Por ello ya se dirige hacia allí. Echa un vistazo
rápido y contempla el compás espontáneo de los tratos de los minoristas y esas
nimias ofertas que van de las monedas al trueque desnudo, cuando no al
frecuente fiado, que vela las miradas de ciertas mujeres desesperadas por
conseguir unos garbanzos para el puchero o unos zapatos de segunda para sus
hijos. Mucho de lo que se vende viene del estraperlo, bajo la atención fría de
las autoridades que lo permiten por llevarse comisiones hasta del pan y el
oxígeno. El movimiento sinuoso de los pies forja carriles sobre el polvo, sin
que un sólo escondrijo no quede revuelto y claro; pero ni rastro de Rancapino.
Sin embargo, un sonido llama la atención del pequeño José. En el fondo de
la explanada, a través de una de las puertas en el muro del castillo que van a
desembocar a su patio, en unos techados improvisados que el pequeño José no
desconoce, algunos hombres forman un círculo agitando sus gargantas y animando
lo inanimable. Sin pensarlo, marcha
hacia ellos, y no se equivoca, porque entre varios hombres del campo, con sus
pellizas ciegas de agujeros, distingue a su amigo Rancapino, lo mismo de
entusiasmado que los demás, palmeando, chasqueando la lengua y estirando los
brazos. El sol es una candela insoportable, aunque en este lugar no deja de
sentirse una especie de sombra helada, una corriente insana que desdibuja el
calor y la vida del mercado, que allega a la muerte y su juego forzoso.
El pequeño José se acerca por su espalda y coloca una mano en el hombro
de Rancapino. Éste se vuelve, pero no hace ningún ademán de correr para
alcanzar el muro. Más bien está hechizado por lo que ocurre. Las monedas y
billetes cambian de manos a cada momento, transportadas por ojos que se salen
de sus órbitas, enrojecidos de aguardiente y pobreza, enervados por palabras
impetuosas, malsonantes, arribadas por la ignorancia y sus silencios
circunstanciales. Muchos son los maridos de aquellas mujeres que recorren el
mercado inventando sin magia una salida o un engaño que procure de comer a su
familia hoy. Y apuestan lo que ellas no tienen: el poco dinero. Y de este modo
se acumulan los cuerpos de los gallos muertos en las peleas, al lado de las
jaulas de los vivos que, esperan, espesando la tierra con su sangre inútil,
fuera del círculo de la existencia, tanto unos como otros.
-¿Ya no quieres jugar, primo?- Pregunta el pequeño José a Rancapino.
-Bah!... Prefiero ver los gallos.- Comenta su amigo. -¿Te has fijado que
les atan una cuchilla en los espolones? Así mueren antes.-
-Sí me he fijado… Anda, vámonos.-
En ese instante Rancapino echa a correr, aprovechando la distracción del
pequeño José, en dirección al muro.
-¡Te la vas a ligar de nuevo!- Vocea mientras Manuel, Juan y Antonio le
animan y aplauden entusiasmados.
El pequeño José no responde. Regresa despacio. Los rostros de las mujeres
continúan lidiando con el sol, el polvo y la miseria. Los vendedores pregonan
precios inexistentes y productos inverosímiles. En la tasca se confunden las
conversaciones con los ronquidos de los borrachos, y alguna canción se admite
para colorear el cielo azul de verde mar y enmarañar así la acuarela en el
papel. Ahora ya no hay prisa. Porque no podemos olvidar que al pequeño José le
gusta ligársela. Con todo, vuelve la cabeza un instante para mirar. Algo ha
mordido su conciencia, y no lo rechaza. La realidad es un chorro atroz que se
abre paso entre una constelación de irrealidades. Porque entre las piernas de
aquellos hombres fabricados por la barbarie y la inopia, dos gladiadores con
plumas, crestas y picos, se enfrentan a muerte, sin tregua, entrenados para
acabar con sus iguales por sus dueños, únicamente para entretener a aquella
muchedumbre sombría que aplaude la herida y el degüello en tanto se lucra y al
mismo tiempo se condena.
EL SALTO EN EL ZAPORITO
La mañana radiante somete los olores grumosos que salen de la tempestad
de redes nocturnas tendidas al sol y al aire como un caos imprescindible y
cotidiano. Es una competición desigual, pues un grupo de niños desdibujan sus
pasos, para no dejar huella alguna, y, mientras roban peras e higos de la
huerta de El Lagarto y El Policía, marchan haciendo novillos
eternos hacia los caños, en concreto hacia el Zaporito, brazo anterior al gran caño de Santi Petri, artífice
inerme de la bulliciosa isla de San Fernando al unir el océano Atlántico con la
bahía de Cádiz; y van con la única intención de saltar al agua desde su puente
menor y rebuscar almejas en el barro. Con ellos camina el pequeño José, como
siempre reservado, casi tibio, aunque sonriente, medio desnudo y descalzo. Nadie
sabe cómo. Sin embargo también se ignora que el niño quiere tirarse por vez
primera desde la altura del puente, y por ello le acompaña su hermano Curro
llevándole con una mano en el hombro, hablando con otros del grupo de anécdotas
tan viejas como cercanas, tendidas apenas unos años atrás pero abismales para
el entendimiento del Pijote.
Cuando llegan, una brisa fría pasa por debajo del puente y el pequeño
José tiembla. Es el mes de abril, repujado como una corona por las ansias de
calor y de libertad. Las casas de la isla son como un puzzle sinuoso que de
pronto se armoniza trazando líneas alrededor de la calle Real. Un par de gaviotas les sobrevuela. En el caño, y sobre las
barcas de bajura, los pescadores ni se fijan en ellos.
-Bueno, ¿y cuándo me tiro? -Dice el pequeño José, algo nervioso y con
ganas de ultimar el desafío.
-Espera y dica cómo lo hace
alguno de estos.- Le aconseja su
hermano. -Fíjate bien. Tienes que intentar caer de pies pegando mucho los
brazos al cuerpo.-
Al momento un muchacho ya se ha desvestido, subiéndose a la pasarela. El
agua del Zaporito parece tranquila,
reverberando destellos y nubes. El muchacho, sin pensárselo dos veces se
zambulle. Todos aplauden y gritan con entusiasmo, y el siguiente ya se prepara,
persuadido por la inercia de su convicción. El pequeño José se sitúa a su lado.
Es un gitanillo muy moreno, de ojos vivos, que vive en la calle Orlando. Se
llama Miguel. De pronto se vuelve y se coloca de espaldas al agua.
-No hagas tonterías, primo.- Afirma Curro, enfadado. -Hoy es el primer
salto de mi hermano. Hay que enseñarle mistó.-
-Por eso mismo.- Dice Miguel, justo antes de tomar impulso y arrojarse
hacia atrás al vacío.
La caída se interrumpe en sus miradas. Combado y torcido, choca contra el
agua y se hunde. El muchacho que se tiró primero permanece petrificado en la
orilla. De algún modo juzga que el salto no presenta un buen augurio. Desde
arriba alguien llama a Miguel, pero Miguel no aparece. El tiempo se cristaliza
y se esconde. Curro reacciona y salta a por él. El pequeño José trata de
seguirle, aunque unos brazos le detienen. Ya es todo una confusión de gritos y
lamentos. Varios pescadores se acercan con sus barcas. Unos y otros le buscan,
y pronto se les unirá más gente de la Isla.
En una hora cientos de personas y embarcaciones barrerán y sondearán el
caño, el cauce y sus orillas. Y entonces alguien dirá:
-Estaba bajando la marea cuando se cayó el niño. Muy pronto su cuerpo
habrá alcanzado el océano y…-
Ya todo se comprenderá. Miguel se habrá perdido para siempre, sumido en
corrientes y profundidades sin nombre, recorriendo distancias infinitas,
olvidado del dolor de su familia y el desgarro de sus amigos que lo vieron
morir.
También se ignora -y el pequeño José piensa en ello en tanto le sujetan
con fuerza sobre el puente- que mañana será él quién salte desde allí, y esta
vez sólo, y que lo hará por su amigo desaparecido. Y nadie verá que la rabia
llenará sus ojos: de lágrimas, de inteligencia y de vida, porque cuando salte,
lo hará con los brazos pegados al cuerpo y de pies, como le dijo su hermano
Curro.
CONTRASTES
Y PINCELADAS SOCIALES
Luce el sol con intensidad. Es un domingo cualquiera, disparatado y
bullicioso, pero no en cualquier calle de la Isla, sino en su eje. Es por tanto
uno de esos domingos que emergen entre el mes de abril al mes octubre como un
chorro de vida, en la calle Real de San Fernando. Las familias de bien pasean
altivas con sus mejores galas. Son los hijos de los hijos de los oficiales del Cuartel
General de Intendencia de Marina, de los latifundistas y caciques del campo y
de los altos empleados de la Constructora Naval: La Bazán, con apellidos de renombre y un aire entre aristocrático
y vacío. Ellos fuman enormes puros habanos y ellas se protegen del incipiente
calor con parasoles de seda. Los niños juegan al aro, vestidos como novios y
novias, o al cogido, pero siempre cerca de sus padres. Los jóvenes se
arremolinan en la plaza Alameda Moreno de Guerra alrededor del templete de
música, donde la banda municipal de la ciudad hace sonar sonatas exóticas o
internacionales, de Bach, Mozart y Vivaldi, junto a piezas de zarzuela y algún
pasodoble conocido. Sus miradas rompen el aire junto al repique de las campanas
de las iglesias, y colabora la fragancia del azahar y el jazmín a acelerar sus
espíritus, elevados al cielo limpio de la bahía. De vez en cuando un tranvía
tintinea, y a su paso han de apartarse bicicletas conducidas por nietos de
empresarios y concejales y algún carro adecentado para pasear las siluetas del
poder y el dinero, tremendamente rígidas.
Sin embargo, el mismo eje marca la distancia y la continuidad con esas
barriadas humildes que brotaron entre los antiguos huertos de las vetustas y
preclaras casas de la calle Real, aquellas que van a caer perpendiculares hacia
los caños y esteros concentrándose en el espacio a pesar de dibujar calles con
geometrías de cordel y manzana, de cuerda y cuadratura, anestesiadas por la
incertidumbre de los elementos y bien protegidas con todo del levante. Por
ello, en el barrio de Las Callejuelas,
donde en los güichis, tabernas y
calles existe otro alboroto de gentes más humildes pero igualmente vivas,
alimentado por el griterío de los vendedores ambulantes de pescado asado, con
sus cestas de mimbre, por el sonido creciente de guitarras y cantes y el golpe
de los nudillos sobre mesas atestadas de vasos de vino y aguardiente, aquí, es
también un domingo cualquiera. Y se nota porque los hombres llevan chaqueta y
las mujeres vestido, ellos con un clavel en la solapa y ellas en el pelo. Los
niños no andan descalzos sino que lucen chanclas y alpargatas, y no juegan sino
a hacer recados y menudeos mientras en las puertas de las casas las abuelas
colocan sus mejores sillas para poder ver el mundo germinar en los andares de
esa juventud sin futuro que persigue, morena de sol y hambre, encerrar a una
muchacha en un portal y cantar rumbas de sueños prohibidos. Se produce el
encuentro semanal de vecinos y amigos, que durante el septenario se afanaron en
duras tareas como las que trae la mar, el campo, las salinas o los oficios
artesanos, tan llenos de gloria y esfuerzo como de miserias.
Podría decirse que se dan semejanzas y diferencias entre estos dos
teatros, y que el barrio de Las Callejuelas
es el viejo corazón de San Fernando, aún siendo más reciente que el mencionado
eje, y que la calle Real, antes camino
real, es el diafragma de su progreso. Igualmente que a pesar de las
fronteras establecidas, esos dos ambientes se tocan, y además a veces se
confunden, y hay un mismo orgullo en todos los isleños y una misma concepción
de la realidad desde sus distintas ramas. De esta manera algunas gitanas gordas
de luto venden romero y hierbabuena en las plazas, y algún potentado, o algún
grupo de militares serios escuchan alegrías y soleás en los güichis más oscuros y escondidos; por
ello la rica mujer de un ganadero se acerca a la puerta de la Señora Antonia
para que le lea el porvenir en las líneas de sus manos, y asimismo el pequeño
José, atraído por las notas musicales de una sonata de Beethoven que la banda
de música tañe, se acerca al templete, desde la cercana calle de El Pozo,
esquivando carros, familias caminando siempre, entrelazadas, el tranvía y su
campana, varios grupos de jóvenes extasiados o modestos, y subiéndose de un
salto consigue situarse su mitad, poniéndose inmediatamente y ante los
sorprendidos músicos a dar palmas y a entonar su garganta, no sólo de un modo
tenaz sino virtuoso, ya que el niño marca las simetrías y cadencias
maravillosas de la composición que ellos interpretan; sino que lo más sorprendente
es que en sus conciencias, por algún mágico truco desconocido, aquella sonata
conocida suena a flamenco, dormido y reanimado en el interior de todas las músicas
existentes, que bulle desde la antigüedad, rozando sordamente la genialidad del
maestro de la clásica hasta alcanzar momentáneamente al pequeño José, que
después de su experimento impulsivo y razonable, corre de nuevo para perderse
en el viejo corazón de la isla que, simplemente, le acoge.
LA
IMPORTANCIA DEL MAESTRO ANTONIO CARBALLO
El salón de la casa es humilde. Fotos de ancestros en sepia y un filón de
libros que reposa sobre las ramas de varios estantes asimétricos. Un cuadro de
un paisaje gaditano de marismas, dunas y olas, un reloj de pared, un espejo
ovalado, un escritorio con cajones, dos sofás, una mesa desplegable y cinco
sillas forradas de papel.
El pequeño José va recorriendo con la mirada cada rincón mientras el
maestro Carballo le observa sonriente. Intuye que el niño está abrumado. Conoce
bien la casa de su amigo Luis y sabe que en ella hay mayor humildad si cabe. De
tantas quejas que éste extrapola sobre su hijo José, sobre su precaria
educación, pues nadie obvia que apenas ha ido a las clases de los gratuitos con los frailes, de tanta
preocupación que el padre derrama en sus conversaciones, en sus gestos, en su
modo de tratar esa realidad que le come las ideas y la energía, ha conseguido
convencer al maestro Antonio para que enseñe a leer y a escribir al Pijote callejero.
El maestro le acerca un libro y lo coloca en su mano.
-¿Qué es esto?... ¡Cómo pesa!- Afirma espontáneamente el niño.
-Esto, como puedes ver, es un libro.- Responde con seriedad el maestro. -Lo
escribió un poeta andaluz que lo mataron cuando la guerra.-
-¿Y por qué lo mataron?- Pregunta curioso el pequeño.
El maestro coge el libro de entre
sus manos. Lo abre y busca una página.
-Hijo.- Le dice.
-Lo mataron por las cosas que se le ocurrían. Sordina:
La luna vino
a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira, mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
Huye luna,
luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
Niño, déjame
que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.
Huye luna,
luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño, déjame,
no pises
mi blancor almidonado.
El jinete se
acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño,
tiene los ojos cerrados.
Por el olivar
venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.
Cómo canta la
zumaya,
¡ay, cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con un niño de la mano.
Dentro de la
fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.
-¡Qué bonito, maestro Antonio!...- Chilla el pequeño José, entusiasmado,
y casi sin pestañear continua.- ¿Cómo se llama ese señor?-
-Se llamaba Federico García Lorca.- Señala el maestro.
-Era gitano ¿verdad?- Replica el niño.
El maestro asiente para subrayar su
interés. Ya entenderá después. Ahora ha logrado trabar la atención dispersa y
errabunda del pequeño José. Y es suficiente.
-Si aprendieras a leer podrías conocer más de él, y de otros… ¿Quieres?-
-Aro que quiero… Pero ¿me lo
vuelves a leer?-
El maestro Carballo recita de nuevo.
Pucha y otorga lucidez a sus palabras
trasparentes, tan llenas de posibilidades y caminos, de emociones
inconmensurables, que alzaron la leyenda del tiempo en sus ojos, en tanto el
pequeño José calibra sin entender el sentido de la vida y la muerte al sentir
nítidamente que al primo Federico nadie lo pudo matar.
NOCHE
EN LOS PATIOS
Dominando el cielo con su influjo,
brilla la luna. En el patio de la familia Monje, compartido con otras familias humildes,
concedida la distribución del barrio y sus calles, y con gran parte de la
vecindad como testigo heterogéneo, se celebra una fiesta, gitana por los
anfitriones, isleña por todos los convidados presentes, y gaditana en lo
fundamental: pues se asa pescao en
las parrillas y se escancia el fino, en tanto los primeros acordes de las
guitarras y un compás incesante de rumba despoja a la brisa de la primavera de
su misterio, que se ruboriza, frágil. Y es que Isabel, la hermana pequeña del
pequeño José, ha sido bautizada por la mañana.
No para de llegar gente. Esto
advierte el pequeño José, que se halla como hipnotizado por lo que allí
acontece, situándose en un rincón del fondo para observar mejor aquella confusa
armonía que desprende la celebración, gracias al olvido transitorio de las
rutinas y de sus fatigas consecuentes. Las paredes de cal relumbran entre las
sombras por la acción de las candelas y los farolillos, ingeniosamente
repartidos por el patio. Las macetas desiguales comprenden los reinos de la
alpidista, la flor del dinero, los geranios, los helechos, los claveles, de
mayor a menor altura, algún jazmín, y en las jardineras casi al nivel del
suelo, menta, hierbabuena, perejil y romero que, junto a las citadas, originan
un tremendo aroma, aparte que una vecina avispada acaba de regarlas
incrementando su frescura y capacidad. Las jaulas, asimismo colgadas, retienen
jilgueros, canarios y verdones, ahora dormidos y seguro acostumbrados a
semejantes sonidos, no poco frecuentes en el patio, y más en estas fechas que
son. Otros bichos no descansan, y esto no se le escapa al pequeño José, muy
curioso y atento a todo. Una salamandra que sube por una pared. Las polillas
que rodean los farolillos y finalmente se abandonan. Un gato que camina por los
tejados, al acecho. En el hilo de la luz de la calle, una que lechuza contempla
impasible el espacio, o quizá sigue el recorrido de varios ratones que
escamotean algún resto de comida por debajo de las mesas. Los murciélagos que
zigzaguean en el cielo a la caza de los mosquitos numerosos, escogiendo a
aquellos que ya han accedido a la piel humana, por trasegar sangre. Una araña
que teje su trampa entre dos cardos secos que embellecen un florero. Y cerca de
la letrina comunal, medio escondida, una culebra plateada que sisea promesas a
esos grillos que no la escuchan por tocar distraídamente y con intensidad sus
cuerdas.
Los ojos del pequeño José se asientan ahora sobre su padre, que junto a
varios amigos, brinda con vino y platica feliz. Después busca a sus hermanos,
que juegan a las cartas y jalan
sardinas con un grupillo de primos. Su hermana Remedios sitúa en tanto sobre
las mesas todos los platos y los vasos del mundo, y su hermana Isabel,
protagonista innegable del día va de brazos en brazos, envuelta en cucamonas,
mimos y bendiciones, cubierta con una mantilla blanca, echando chispitas de
vida por la cara. A quien no ve es a su madre. Corros dispersos de personas,
ancianos y niños, compañeros de trabajo, de la escuela, de los bares, dispersan
sus voces y fuman, ríen, beben, cantan, dan palmas, o serios platican de la
eternidad y la existencia, incandescentes como candelas todos, comiendo todo lo
que pillan, como un amasijo de conciencias esclarecidas por la luz de la luna y
la alianza sublime de contar los unos con los otros, para lo bueno y lo malo;
comunidad desheredada que, como bien se explica, tira la casa por la ventana y
rompe su silencio forzoso para proclamar sus herencias pasadas y futuras.
El pequeño José la busca. De repente le asalta una especie de ansiedad
afectiva, un deseo febril de interpretar la escena, de captar su esencia y su
trayectoria, todo a través del aprendizaje que la emoción espolea desde sus
adentros como lucha contra la ignorancia y la desidia. Ya se desliza entre la
gente, concentrado en su demanda, esquivando miradas, saludos y manos que
tratan de agarrarle sin malicia para preguntarle algo sobre su hermana, o que
le revuelven el pelo, o que se disfrazan simplemente de oscuridad. Sin embargo
ahí está su madre. Con otras mujeres se mueve tenaz por la cocina, preparando
los pucheros de potaje para colocarlos después sobre las ascuas, hablando y
sonriendo sin parar, muy guapa…
piensa el pequeño José sin errar. Así, no hay motivos para hacer saltar las
alarmas ni para custodiar por más tiempo la angustia creciente. Turbado pero
satisfecho se acerca a ella. Luego se abraza a una de sus piernas con fuerza y
cierra los ojos apretando más y más. Su madre Juana le consiente porque
presiente pena en su abrazo y le hace cosquillas en el cuello con los dedos.
-¿Qué te pasa, José?- Dice su madre,
con dulzura.
-Mamá…- El pequeño José no se decide.
-¿Qué? Cariño.-
-Cuando nací yo de aquí… -Y le señala la tripa. -Y me echaron el agua por
la cabeza…- Ahora se separa de su madre para preguntar. -¿Había tanta gente en
el patio?
El pequeño José se pone rojo de vergüenza. Apenas entiende el porqué y
encima no puede evitarlo. Su madre sonríe, y plasma un gesto de comprensión.
-Pues la misma, hijo. La familia, los vecinos, los amigos y conocidos.
Alguno ya no está, es verdad, porqué se murió; por otros nuevos que vinieron,
como tu hermana.-
-Y entonces… ¿Por qué no me acuerdo?-
Su madre se consume de gracia. Ríe a gusto y llama la atención de un
familiar que trastea una guitarra y comienza a levantar polvo en su memoria.
-Eras mu niño, José. Es mu
difícil que te acuerdes.-
En ese mismo instante, otras personas se unen a los acordes rescatados
con jaleos y palmas. La muchedumbre del patio se cristaliza. No cesan las
conversaciones, pero todos intuyen lo que viene.
-Oye Juana… - Dice, la guitarra. - ¿Por qué no le cantas algo a tu niña?-
La madre del pequeño José, que sostiene en una de sus manos una cuchara
de madera, asiente con la cabeza y se prepara. Entona velando el cielo.
-Voy a cantar una nana que se les canta aquí en la isla a los niños
recién bautizados.- Apunta.
El pequeño José se sienta a escuchar en un bordillo frente a ella. La
guitarra arroja notas negras que se enfrentan al universo que las custodia. Y
de pronto la voz: una ola de armonía y cadencias salvando la paz de la quietud
y fundiéndola con el dolor y la lucha; entramados de hierro y fuego que
respiran la espiga y el barro; corriente de optimismo que mide las miserias,
atrapando siglos y civilizaciones; sombra luminosa que hierve y alivia; nana
cargada de temores y cariño; lamento todopoderoso que fulmina la razón y la
ciencia de los amos; nostalgia y porvenir sobreviviente a cualquier peligro o
golpe. Esa voz es también la expresividad del rostro de su madre, aviejado o
rejuvenecido a cada impulso vehemente del diafragma. Y le parece asimismo que
todo ocurre por la luna, por la brisa, por los distintos olores, por el compás
de los bichos y el pensamiento de todas las vidas presentes; por todo,
absolutamente todo lo que le rodea. Cuando su madre termina, todos aplauden con
emoción y la animan a cantar más, pero Juana esta vez se niega. El pequeño José
aún la sigue con la mirada en tanto destapa una olla y le echa sal, entretenida
en un momento con mil cosas, y cuidando cada mínimo detalle de la fiesta. Al
pequeño José ya se le ha olvidado su propio olvido, y se levanta del suelo. El
primer estímulo que le distrae es una estrella fugaz. Aunque al segundo decide
ir a jugar con sus hermanos y sus primos. Es entonces cuando de nuevo se asoma
la voz de su madre a su espalda…
-José… ¿Por qué no le cantas tú algo a tu hermanita Isabel?... -
El pequeño José se gira sin sorpresa.
-Canta esas alegrías que tu tío Joseico
sacó para tu bautizo.-Le pide su madre. ¿Te acuerdas?- Y le guiña un ojo.
La guitarra retoma el compás, afrontando la distancia y el enigma. El
niño entiende, y sonríe. Y entona velando el cielo, con el mismo gesto de su
madre, mientras comienza a recordar aquellas alegrías que le sacó su tío Joseico en su bautizo, prendidas de un
volante en sus neuronas.
BAR
EL MAERA
Conversaciones azarosas se dan en el
Bar El Maera, entre limetas de vino
de Chiclana y un leve vaho de humo denso que busca la puerta de la calle.
Rezuma el olor a marisco y a caballa asada, absorbido por los platos blancos y
lisos y un aguacero de palabras y expresiones divididas en temáticas diversas: de
toros, o entresijos sociales, sobre la situación económica de la isla, y el
incierto futuro, y el flamenco siempre, o esos recuerdos de otros tiempos
mejores y peores; palabras apasionadas o tibias, henchidas de matices,
transfigurándose en pintura andaluza, arte del populacho y la barriada, viento
sobre las realidades inmóviles.
-Parece que al Moro le va muy
bien.- Afirma Luis, el padre del pequeño José.
-Y qué decir… ¡Seis festejos en un mes!- Añade Eulogio, el dueño del Bar.
-Aún recuerdo cuando merodeaba por toda la isla pidiendo trabajo, a veces
también pan. Yo trabajaba por entonces en las salinas de Santi Petri.-
-Como cualquiera lo pediríamos. ¿O qué? Luis, el chico tiene valentía,
cojones, y ahora lleva el apellido de la isla por todo el país; ¿no crees?-
El pequeño José está sentado en la
entrada del bar en parte escuchando lo que allí se platica, y en parte atento a
todo lo que ocurre afuera.
-¡Es el Van Halen de Las Callejuelas!- Exclama el Chato de la Isla, cantaor reconocido y
orgulloso.
-Durante una temporada vendía hortalizas con su padre, sí.- Sigue Luis,
apurando un trago.
-Tan buen hombre el padre como el hijo.- Reseña Eulogio mientras limpia
en la barra el vino derramado.
-Bueno y sencillo.- Apunta el Chato. -Una vez, hace ya muchos años, me
confesó que él también quiso ser torero, pero vino lo de la guerra y todo se
jodió. Igualmente me aseguró que su hijo sí que lo sería porque estaba pronto a
enseñarle uno de los secretos mejor guardados de ese arte: la devoción a la
muerte; es decir, saber ver los cojones al toro antes de lanzarle la espada.-
Sin que nadie se de cuenta, el
pequeño José se ha levantado de la entrada y tira insistente de la chaqueta del
Chato, que ahora se percata del niño.
-Primo Chato… ¿Qué quieres decir con
eso de ver los cojones al toro?- Suelta.
Todos ríen y aplauden la pregunta,
incluso desde las charlas vecinas, todos, salvo su padre Luis, que menea la
cabeza muy despacio anticipando que la cosa no se quedará ahí, que el pequeño
José les someterá aún a su peculiar visión bruja.
-¡Cuchi el Pijote rubio!- Grita El Chato, y pide con la mirada al dueño otra
limeta de ese vino hosco, tan distinto del fino de jerez. -Cómo intuye con
precisión de cirujano y distingue la esencia de la apariencia.- Y se acuclilla a
la altura del niño para sujetarle por los hombros.
-Déjalo Chato. No lo jalees.- Dice
el padre.
-Pero si es verdad, compare. Tu hijo
es mu espabilao, y entiende lo que
hay que entender. Mira José…- Y se cepilla antes un vaso de vino de una
asentada. -Los cojones son esas bolitas que te cuelgan entre las piernas, bajo
el pijo, pero como bien has intuido y, de ahí tu pregunta, el valor no se encuentra
ahí, sino en la cabeza…- Se la señala. -… y en la inteligencia que la dirige;
consiste por tanto…- Y ahora mira fijamente al pequeño José a los ojos -…no en
tenerlos más grandes o más pequeños, sino en saber dominar el miedo, apalabrar
con la vida los sueños al alcance, y luchar convencido de su consecución.-
El Chato de la Isla, que conoce la naciente y tenaz voz de aquel niño
extraño y trasparente, pretende conjurar con sus palabras al futuro. Y dado que
de él sólo se acordarán los isleños, al menos con suerte, pretende desquitarse
del destino, pues de aquel niño manarán generaciones enteras de cantaores que
convertirán el flamenco en patrimonio de la humanidad. Lo que ni se imagina, es
que el pequeño José, esa misma madrugada lo que intentará es torear su primer
becerro en el Matadero Municipal, y hasta bien metida la adolescencia, hará lo
mismo, bajo la luz de la luna y la confusión pueril, el polvo y las denuncias
fortuitas, hinchando su porvenir con revolcones y cornadas que habrán de curar
rápido si el pequeño José ha de ganarse la vida cantando en cualquier plaza, ya
sea en la de San Juan de dios, en Cádiz, para cuatro gatos sorprendidos que le
salvarán la vida con una moneda, o en Las Ventas de Madrid ante más de
cincuenta mil personas entusiasmadas que le consumirán la vida.
LA
CARBONERÍA DE PAQUITO
El invierno comparece duro. Un
viento frío de poniente carga la atmósfera de nubes implacables y acude desde
el océano para comerse una tierra que tirita, por falta de costumbre y esa
desobediencia tenaz ante lo innecesario. De cuando en cuando se escapan copos
de nieve, cargados de irrealidad en estas latitudes. Los transeúntes isleños se
abrigan como pueden, entre sorprendidos y distantes por ser custodios del
lejano calor que suele alimentar sus jornadas estivales. Las calles
prácticamente se encuentran vacías. La pesca de bajura urde su imposibilidad y
las barcas permanecen ancladas en los distintos muelles menores de las piezas, protegidas del temporal que
ya ha tachado cuatro días en el calendario de Diciembre y que aún durará otros
cuatro, según los más viejos y entendidos en cuestiones de clima y tormentas.
Con todo, alguna desobedece el peligro haciéndose a la mar a través de los
caños mayores, entre la bruma cerrada, como una aparición inexistente. El
pequeño José se cubre con una manta en la puerta del patio de su casa,
entretenido en tallar con una piedrita una espiral que sueña con ser un caracol
sobre las losas del patio. Varios de sus hermanos están en lo mismo, inventando
geometrías: una flor, una gaviota, un ojo. Sólo Remedios, la mayor, se afana en
ayudar con las tareas a su madre Juana.
-José… ¿Ven para acá?-
-Qué quieres, Mare.-
-Tira dónde Paquito y le pides
un poco de carbón para la estufa.-
-¿Pero me das dinero?-
-No hay… Dile que la semana que viene se lo pago-
-Vale.-
Aún le cuesta un poco reaccionar. Pausadamente, y a pesar de la
contradicción, decide ir corriendo para no sentir la mañana yuxtapuesta al
gris. Echa de menos el azul y el resplandor de las tardes dominadas por el sol.
La estación se presenta infinita en su cabeza, y recuerda que ayer su padre
Luis relató la muerte de dos ancianos del barrio a causa de las temperaturas.
Se levanta y sale disparado por la puerta. Después se le distingue borroso
rebotando calle abajo hasta doblar la esquina al final de la misma. No tarda
nada en llegar. La carbonería de Paquito,
en el margen con la calle Lauria, es un hormiguero de clientes, ateridos por la
pauta invernal aunque más todavía por carecer de capital para calentarse.
Paquito, que es conocido en toda la isla por su bondad, ha de ceder y dejar
fiado a veces, lo que provoca que finalmente todos, por corresponder a sus
gestos o por simple vergüenza, antes o después, le paguen. En esto es metódico.
Conjetura que la fianza genera confianza, y de tal contagio, tal cimiento para
comunidad.
En la fila aguarda el pequeño José su turno, y ni se fija en que le acaba
de saludar un amigo desde afuera. Está helado, y calculando además su regreso
por la calle Aseldo para pasar por la tienda Pedro Coello, situada en la esquina de Ana María y luego por la popular de El Chico, un poco más abajo, cerca ya de la calle Orlando. Se le ha
ocurrido algo con lo que completar el recado que le encargó su madre y que su
mente ha esculpido o construido de pronto, principiando sentimientos y
alcanzando su raíz.
-¿Qué desea el Pijote rubio?- Pregunta
Paquito, cuando despacha al cliente
que iba delante del pequeño José.
-Mi madre dice que me des un poco de carbón y que la semana que viene te
lo paga.- Lo suelta todo de carrerilla.
-Toma.- Y le pasa una bolsa de papel áspero llena del mineral.- Y dile
que no se preocupe… Que ya me pagará cuando pueda.-
Sin más, el pequeño José la coge, da media vuelta y se marcha. Aunque
justo al salir por el quicio de la puerta, entre dos señoras que protestan por
las prisas, grita: muchas gracias Paco… y
que dios te lo tenga en cuenta. Frase que consigue dibujar una sonrisa en
el rostro del susodicho, y que le distrae, cosa que vuelve a molestar a las
señoras ya mencionadas, que hasta salir de la carbonería no pararán de rezongar
sobre la escasa seriedad en el trato, pero que como todos los demás, se irán
asimismo de fiado, quizá ufanas, o de refilón.
Los aullidos del viento en las calles, aproximándose al mediodía, frenan
al pequeño José que, por un segundo, se refugia al abrigo de un portal, en el
que se fija que hay un aldabón con la forma de un potro, gastado por el uso, de
bronce, verde enmohecido… que parece querer relinchar. Ahora continúa hasta la
tienda de Pedro Coello. Un par de
vendedores de frutos secos se cobijan como pueden de la lluvia, que acaba de
acudir, buscando la esquina adecuada que les guarde. Dentro apenas se
entretiene. Marcha con otro paquete en la mano hacia la tienda de El Chico. De allí se le ve brotar,
desfilar calle arriba, y posteriormente desembocar por la calle Solís hacia la
de El Carmen, y llamar empapado a la puerta del traspatio de la Señora Antonia,
apodada la Chicucha. Se escucha un
perro ladrar al otro lado.
-¿Qué quieres, hijo?- Le pregunta la Señora Antonia después de abrir.
-Sólo venía a dejarle esto…Y también para asegurarme que se encuentra
bien, Señora Antonia.-
La mujer coge las bolsas con una mano, entre asombrada y conmovida.
Contempla en ellas naranjas, berzas, dos latas de conservas, un poco de harina
y varios huevos. Con la otra mano sujeta la correa del perro, ahora más
tranquilo, porque reconoce a aquel niño, y además le huele las intenciones.
-¿Te envía tu madre?- Dice la Señora Antonia.
El pequeño José forcejea con la bolsa de papel donde Paquito preparó el
carbón y la desenvuelve. Toma un par de puñados y los deja en un cubo situado
más allá del quicio. Acaricia al perro; piensa.
-Sí, me envía ella.- Miente. -¡Qué buen perro tié usted!-
Como ha mentido, sin poderlo evitar, ya no puede mirarla a los ojos, y
por ello da de inmediato media vuelta, alejándose a grandes zancadas, mientras
la Señora Antonia enjuga lagrimas de agradecimiento, olvidando momentáneamente
su soledad: su marido muerto en la mar, la incipiente necesidad y el posterior
abandono de sus hijos, que se marcharon a trabajar a Córdoba y de los que no
sabe nada, acudiendo a su memoria tiempos mejores o distintos, cuando su marido
aún vivía, con todos aquellos niños correteando por el patio y chupando los caramelos
de miel y limón que ella misma preparaba y por lo que era muy querida en todo
el barrio.
El pequeño José se encuentra de nuevo bajo la manta en la puerta del
patio de su casa, y le dibuja una sonrisa al caracol que sueña sobre las losas.
Mañana y pasado tendrá que trabajar como recadero en la tienda de El Chico, y la semana siguiente
trasportar varios cajillos de verduras desde El Palenque hasta la tienda de Pedro
Coello. Pero no le importará, porque en su mente tan sólo habrá un único recuerdo
contingente y soberano: el sabor a miel y limón de aquellos caramelos
maravillosos que le regalaba cuando era niño la Señora Antonia.
LA
FRAGUA DE SU PADRE LUIS
Siempre que el pequeño José marcha a
la fragua de su padre, siente en su interior un respeto moral innato por lo que
allí se forja. No son los clavos, las alcayatas, las herraduras, los listones o
retorcidos; no es el producto, ni siquiera su consecución o valía el verdadero
significado del esfuerzo y las horas. El yunque a veces gime, a veces celebra o
denuncia, o avisa o esconde o va, y, junto al brazo y al martillo, es una
exaltación de la vida. La fragua matiza el templo al trabajo. El metal rojo
chista y espera. El golpe trasforma, y en su trasformación anhela tanto la
impureza como el virtuosismo. De ahí los ángulos y los compases. El yunque y el
martillo suenan, y se permiten concilios y alianzas en un contexto de choque y
distanciamiento. En su ritmo se encuentra la conciencia, el tiempo y el azar.
La experiencia y la necesidad de percibir orden o claridad.
No hay en la conocida calle de la Amargura un establecimiento más querido
que esta fragua. Pocas ocasiones la encuentra el pequeño José desierta, aunque
más que clientes, por allí yerran amigos, ya que la amistad también es buena
ganancia, según las palabras de su padre. Hoy, como es de esperar, acontece lo
mismo y, mientras el fuego nuevo aviva las ascuas viejas, Juan Luis, llamado
concisamente Luis por todos, llena los vasos de unos cuantos compadres que le
acompañan un rato o que aguardan a que termine algún encargo. El pequeño José
distingue primero su voz, una voz profunda que igual tararea fandangos y soleas
bellísimas que se pierde en un cerco de tos pulmonar y flemas. Después ya lo ve
por la rendija de la puerta entreabierta, con su mono gris, su semblante duro y
a la vez benévolo, con esa boina negra sobre el pelo también negro que sólo se
quita para trabajar o para dormir y una sonrisa y unos ojos tan grandes como la
bahía. Le gusta espiar sus gestos y observarle sin que se de cuenta. Por ello
aprecia una mueca rutinaria en el rostro de su padre. Lo disimula como puede;
pero lo cierto es que le falta el aire.
Sin parar de correr hace el camino hasta su casa, y luego de escuchar la
reprimenda de su madre, pues ahora mismo el pequeño José debería encontrarse en
el Liceo, le explica lo de su padre,
y a su madre entonces le cambia la cara. Enseguida marcha hasta el cajón de la
mesilla de la habitación y saca un paquete que de inmediato le entrega a su
hijo. Casi le empuja para que salga de casa aprisa, aunque en el último momento
le da un beso en la mejilla, justo antes de empezar a gritar y a maldecir a la Señora
Mercedes, que es la que le vende los cigarros de matalauva a su marido, aun entendiendo lo absurdo e irracional de
la cuestión, por ser él y sólo él quien se los compra y se los fuma.
Varios minutos tarda el pequeño José en estar de vuelta en la fragua.
Esta vez no espera ni estima. Franquea la puerta, avanza en dirección a su
padre, interrumpe la conversación mantenida y...
-Toma, papá.- Dice.- Mama me ha dicho que te lo traiga. Y le alcanza el
bulto.
-Gracias, hijo.- Afirma el padre, y sonriendo, se coloca un dedo sobre
los labios.- Ahora tira donde los frailes.- Añade.
Más tarde, cuando la concurrencia se haya marchado, pues ya las ascuas
resucitadas habrán de curtir el ambiente de humo denso, y el sonido del
martillo y el yunque poblará los vacíos de la calle de la Amargura, entre golpe
y golpe, se oirá también el inhalador y una aspiración acentuada, y el pequeño
José no podrá contemplar las gotas de sudor en la frente de su padre ni acceder
al conocimiento de estas otras reglas elementales de la existencia y la
entropía.
CARRERA
A LA VENTA DE VARGAS
En la perspectiva que muestra la calle de El Carmen, sonríen las ventanas
con determinación, mal enrejadas, carcomidas por la acción del salitre,
pintadas de colores y repintadas de historias íntimas. La madrugá pretende romper los faroles con esa luz blanca que
incrementa el matiz de plata del agua en los caños; pero es pronto para
incidir. Aún se pasean los gatos, y los gorriones duermen para soñar con
cientos de gusanos de oro que se retuercen voluptuosamente y sin sentido
aparente. Se escuchan sonidos aislados en las casas, divididos, como ausentes.
Rancapino, después de entrar con sigilo en la casa por los patios, trata
de despertar al pequeño José para decirle que hay lío en la Venta de Vargas y
que el dueño le reclama para cantar. Por ello zarandea su cuerpo y se asombra
del rostro de su amigo. El duende del flamenco se disfraza de niño y se cuela
en nuestra realidad ajeno a las leyes que la definen. Las legañas pueblan sus
ojos.
-¿Qué quieres primo?- Dice, somnoliento.
-Nos esperan unos señoritos de Sevilla para una juerga y para estirar la
noche que acaba.- Afirma el otro.
Todavía en un ensueño, el pequeño José resucita anteriores encuentros en
la Venta y se ve horadando las costumbres gitanas, evolucionando y
sobreviviendo, tomando soda y jamón al menor descuido, cultivando futuras
amistades y mucha admiración entre los entendidos, los grandes cantaores del
momento y los neófitos, extrapolando el poder de la suerte a una bulería de Antonio El Chaqueta, entre guitarras y
las dolientes palmas de esa fiesta que ni siquiera el sol debería borrar pero
que alcanza, al compás del atino con que los jefes vacíen y permitan sus
bolsillos orondos.
Así, dos sombras se mueven ingrávidas calle Real abajo entre silbidos y
jaleos mientras repasan el repertorio, siempre modificado por las propinas y el
estado anímico del universo informe. El pequeño José ha saltado como un muelle
de la cama y gritado a su madre Juana que hoy traerá seguro unas cuantas
monedas para alegrarle la cara al puchero y pagar a la providencia una misa por
el alma inmortal de su padre.
COMIENZO
Y DESPEDIDA
Hay quien dice que el Pequeño José reservó
lágrimas de alegría el día que Antonio
Mairena le escuchó cantar en la caseta de Los Vargas en la feria de Sevilla de 1963 y se arrancó a bailar
entusiasmado con aquel gitanillo rubio y retraído; así era el pequeño José de
reservado, incluso en aquellos días que
la lió en la feria, como suelen indicar los entendidos, a quienes en un
futuro próximo despojará El Camarón
de su dogma y su patronato, pese a su juventud.
Hoy no las reserva porque se despide
de su madre y sus hermanos rumbo a Málaga, para trabajar en la compañía de Miguel de los Reyes, en la célebre
taberna La Gitana, junto a otros
artistas de renombre. Sólo han pasado unos meses y bien alcanza él que la vida
es un rebote de circunstancias y luchas, de fatigas y ausencias, aunque del
mismo modo llena de caminos y albures. Se va a cantar porque es lo que mejor
sabe hacer. Atrás quedaron otros sueños y mucha miseria; la vida en ebullición
del barrio, los aprendizajes callejeros, la fortuna de la amistad y los
puntapiés cotidianos, la muerte de su padre, la evolución del mundo y tantas
máscaras como la imaginación se permita. Deberíamos señalar que ya no es tan
pequeño el pequeño José, pero la inercia nos guía y nos ciñe. Porque su madre
Juana, que todo debe ser aclarado, ha tenido que firmar un papel para que su
hijo de quince años pueda marcharse sin problema, que no nos olvidemos que esta
historia pertenece sobre todo al pan y al esfuerzo, al trabajo y la ilusión de
las personas y a su universo íntimo.
Aquí la mente no nos da para
inventar las palabras exactas, la frase de adiós que el pequeño José ofrece a
los suyos como una cadena de oro. Sin duda razona que se va por ayudar a su
madre, la mujer que se lo ha enseñado todo y que de luto muestra ahora la mejor
de sus sonrisas disimuladas mientras se pone en marcha el autobús. También por
sus hermanos y sus amigos, que en su cabeza custodia como el mayor de sus
tesoros; situando en un palacio de cristal a todos aquellos que colmaron y
colman su corazón, deseándoles buenos augurios.
Llegan así los abrazos y los besos. Luego el sonido del motor le
despierta de la esperanza real y le hace mirar al frente. Algunas caras
conocidas ocupan los asientos del vehículo y le saludan. Él va a sentarse en la
parte de atrás. La vida se mueve, y es preferible moverse con ella. No obstante
aún tiene tiempo de volver la mirada y diquelar
una última vez el gran patio de su infancia. La isla de San Fernando, colmada
de colores imposibles y envuelta por el cielo y el océano, parece despedirse
del pequeño José con un sol prodigioso que anuncia el comienzo de una nueva
jornada.
CONCLUSIONES internas
-Oye, Papá… ¿Qué es lo que suena?
-Camarón de la Isla… ¿Te gusta?
-Han hecho una película de él hace
poco, ¿verdad?
-Sí, bastante mala por cierto.
-Pero esto que canta no es flamenco
flamenco.
-Es su último disco, “Potro de
rabia y miel”.
-Mola.
-Si quieres te lo grabo.
-Vale; o mejor hazme un archivo de
música en el ordenador y me lo bajo al ipod o al móvil.
-Ahora mismo.
-¿Y a ti te gusta mucho?
-Puede que no te acuerdes, pero
cuando eras pequeño tu madre te cantaba las letras de sus canciones para que te
durmieras o para que dejaras de llorar.
-¿Y lo hacía?
-Que si lo hacías… Pregúntaselo.
FIN
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